Infraordinarios desechos de vida

Infraordinarios desechos de vida

    Una dentadura con las encías cubiertas de moho, un pie ortopédico con las uñas pintadas, un ojo de cristal azul, una peluca que se quedó calva. La última pieza de un puzle que nunca se completó, una canica robada en el patio, la peonza manchada de sangre a la que le falta el cordel, un columpio que fue neumático, una sota de espadas con la esquina doblada. Una botella de vino vacía, tapada con el corcho de otra que sirvió para arruinarle la vida a un hombre, el broche perdido de aquella mujer, un collar de cuentas pendientes entre los dos. Todo eso contempla Joaquín en su particular museo del descarte, una chabola escorada y embarrancada en la orilla del vertedero. Ahora encuentra entre toneladas de basura esos trozos de existencia con la misma ilusión que los cristales pulidos por la arena y arrojados a la playa que recogía de niño, cuando se encontraba al otro lado de la vida.

    Tras recolocar con precisión y cariño un tenedor de plástico de un verde imposible, vuelve a salir a faenar entre los desechos. Busca entre cáscaras de plátano podridas de celos, cables pelados de angustia y somieres chirriantes de tanta alegría, entre archivadores vacíos de recuerdos y vasos de cristal sedientos de venas que segar. Bajo una sartén abollada parece haber algo: sí, una vieja fotografía instantánea de un niño con su perro. Se agacha, entre crujir de rodillas, y la coge. El niño lleva un parche, tal vez le falte un ojo, pero a su sonrisa parece no importarle. Joaquín le da la vuelta: una fecha y un garabato. Cierra los ojos y la toca fuerte, con las dos manos, tratando de sentir, tratando de convocar recuerdos de hogazas de pan que, miradas de cerca, parecían remotas cordilleras; o de pinzas de tender la ropa sobre la alfombra que eran una flotilla de trirremes cargadas de legionarios sedientos de conquista. La voltea otra vez y mira al niño de nuevo: qué bien le habría venido al chiquillo su ojo de cristal azul.

    Joaquín se levanta y emprende el regreso hacia su choza de maravillas, rascándose inconscientemente la cicatriz donde una vez estuvo su ojo izquierdo. Echa la foto al bolsillo agujereado de su gabán, que hace las veces de tamiz del destino.

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