Es de noche. Hace treinta grados. El aire que corre por el patio parece salido del secador de pelo. Me tumbo en la reposera del patio. Respiro hondo, respiro despacio. Abro los ojos y veo el cielo estrellado. Una estrella fugaz pasa por el cielo y pido un deseo. Me rio porque ya sé que no es una estrella. Se vienen a mi mente los cielos de la infancia, aquellos cielos tenían muchas más estrellas. ¡Qué bellos serían los cielos estrellados hacen miles de años antes de la contaminación lumínica! Busco a los planetas que se esconden entre las estrellas y recuerdo que no son estrellas, son soles. Son soles mucho más grande que el nuestro. ¿Nuestro? ¿Cuándo nos apropiamos del sol? ¡Era tan bello el cielo estrellado de mi infancia! Cierro los ojos y respiro profundo bajo el cielo de soles. Un insecto es detectado por mi piel caminando sobre mi pierna. Me incorporo y justo antes de aplastarlo con mi mano levanto la vista el cielo de soles y percibo la pequeñez insignificante de mi propia existencia. Lo corro con la mano y lo dejo seguir existiendo en este planeta, en este mundo, en esta bella noche bajo el cielo de soles.

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