Diminuto, casi imperceptible, está en todos lados, es la única
entidad omnipresente en el cosmos: es el polvo. 

—Nuestro acérrimo enemigo —Digo en voz alta, mientras en mi mano izquierda sostengo un pañuelo humedecido previamente en una solución limpiapolvo con base en resina de pino, o al menos eso decía la etiqueta de la botella.

Asociamos la pulcritud a su
ausencia. No obstante, esa permanencia es ilusoria, porque en el mismo instante
en que con el pañuelo húmedo lo retiro, de algún punto en la continuidad
espacio-temporal este volverá a aparecer. La metafísica del polvo nos obliga a
definir su esencia ¿Qué es? ¿Cualquier cosa puede convertirse en polvo o el
polvo se puede convertir en cualquier cosa?

Pareciera el fundamento de la realidad misma. La osada
cosmología moderna afirma poéticamente que estamos compuestos del polvo de
estrellas; la religión plantea que una inteligencia superior nos hizo a partir
del polvo que halló en la tierra. Esta misma nos recuerda, polvo eres y al
polvo volverás.

El sentido del ser esta en este diminuto elemento que engloba
tanto y al mismo tiempo tan poco. No podemos luchar contra él, pero tampoco
estamos dispuestos a dejar que se acumule, y en ese constante ir y venir se
escapa el tiempo, nuestro aliento, sueños, pasiones, amores, genialidad; y el
polvo seguirá ahí, siempre presente e indiferente.

Quien venga después de nosotros seguirá mirándolo como una imperfección,
algo sucio que necesita limpiarse, pero hasta que no aceptemos su
inevitabilidad, tampoco aceptaremos nuestra finitud, olvidando que precisamente
en las diminutas motas de polvo esta nuestra trascendencia. Cuando el sol estalle
y nos vomite violentamente a los confines del cosmos, viajaremos por todo el
universo, contemplando sus maravillas, enigmas y tragedias como diminutas partículas de polvo. Al final quien
sabe, quizá sea una minúscula parte de nosotros la que termine ensuciando el escritorio de algún otro ser inteligente.

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