Se ríen de mí porque admito que me resulta placentero realizar esta tarea doméstica. Abrir la puerta de la lavadora e introducir dentro del bombo la ropa sucia una vez clasificada por colores. Echar el detergente y el suavizante en sus cubetas correspondientes. Girar la rueda para seleccionar el programa adecuado; hoy corto, en frío y sin prelavado. Esperar ansiosa esos tres segundos tras los que se escucha correr el agua que en breve cubrirá la colada. Y pasada media hora, oir el ya familiar pitido avisando de que el ciclo de lavado ha llegado a su fin. Tender al viento, recoger y planchar. El olor a vainilla, a limpio y tranquilidad lo invade todo y eso hace que me sienta bien.
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