Saltó frente a mí, inesperadamente. Su cuerpecito blanco de fría delgadez dio tumbos y más tumbos hasta que empezó a tintinear y girar y girar por el golpeteo de la ventolina. Parecía un acuerdo entre fragilidad y fuerza. Entre volteretas desde la vereda hacia la calle, zumbaba, crujía, caía, se elevaba, danzaba llamando mi atención, desviando mis pasos. Brincó hasta el remolino invisible de la ochava. Giró y cayó sin más impulso. Nadie se percató de su existencia. Tampoco había alguien más que yo. Lo efímero del volante culminó bajo una rueda quieta que pronto rodaría y dejaría su huella en él.

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