Nos despertamos cada mañana bajo su sombra, pues es parte de nuestra realidad, y podríamos todo el día lamentarnos por ello, pero elegimos sanamente obviarla. Cada madrugada puede ser la última, y esta condición le entrega a cada día vivido, un valor incalculable. En nuestra infancia, es un fenómeno lejano, separado de nuestra existencia, algo que le ocurre a otros, a personas del pasado, a entidades apartadas, a gente que desconocemos. Pero en cuanto transcurren los años, la juventud se va, y con ella nuestra salud, y observamos temerosos como la gente derredor nuestro, va partiendo una a una, como los cerillos de un fumador empedernido, palillos que una vez entregados en esplendor, se tornan en maderos chamuscados, inservibles que el adicto ofrece al suelo sin ceremonia. Nuestra mortalidad es omnipresente, impalpable, incorpórea, pero al mismo tiempo aplastante. Superarnos, formar una familia, dejar una simiente, y absolutamente todo por lo que luchamos, desesperadamente, es por esta nuestra insalvable condición de mortales, de nuestros pocos años asignados, azarosamente predestinados, lo que nos obliga a intentar marcar nuestra huella en este mundo, antes de abandonarlo.

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