Dolor de garbanzos

Dolor de garbanzos

Ana Koreta

20/12/2022

Siempre he pensado que las cosas hablan entre ellas cuando no las miramos. Sobre todo, las cosas de la cocina. Los paquetes de lentejas, arroz o garbanzos intercambian conversaciones con frascos de aceitunas, espárragos y alcachofas o con latas de atún, caballa o sardinas. Me puedo imaginar sus conversaciones. Por las mañanas, serán livianas. Hablarán sobre ingredientes, envases, calorías o cosas por el estilo. A las horas de la comida, silencio absoluto. Por las noches, los diálogos girarán sobre la caducidad de la vida y lo efímero que es todo. Y lo harán, con la gravedad que tienen las conversaciones de los condenados a muerte.

Y no solo hablan entre ellas. Las cosas también nos hablan. Eso todo el mundo lo sabe. A su manera, pero nos hablan.

Con los garbanzos tenía una relación especial. Me unía un: “mamá se ha empeñado en que te lleve garbanzos; dice que están riquísimos”. Y, sin embargo, a pesar del lazo sentimental que nos ataba, los garbanzos y yo conjugamos, durante meses y meses, el verbo procrastinar. Con total indiferencia. Por ambas partes. Hasta que una mañana de abril mi madre se fue. Entonces, empezamos a conjugar, además, el verbo doler. ¡Me dolían los garbanzos!. Cada vez que los veía sentía dolor en diversas partes del cuerpo: náuseas en el estómago, punzadas en el corazón y una dolencia inexplicable en el hipocampo.

Un día, en un ataque de autofagia emocional, por fin, me los comí. Mi madre tenía razón. Estaban riquísimos. Tenían la dulzura de las cosas que se regalan por puro amor.

Symphony of Sorrowful Song

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