(Relato Infraordinario)
Cuando llegó a casa hace algunos años asumió el liderazgo en la cocina. Fue como si todos los artefactos le hubiesen dado la cinta de capitán. El inmenso horno microondas, titán de plata brillante con ventanilla polarizada que habita junto al refrigerador (creo que fue él quien escogió su ubicación, porque la luz de la bombilla le cubre perfectamente bañándolo de una luminosidad empoderante)
En todo participa: calienta la leche del café, descongela el almuerzo, recalienta las sobras para cenar, prepara palomitas… Constantemente escuchamos el sonido de sus teclas. Un minuto (uno-cero-cero-enter), diez minutos (uno-cero-cero-cero-enter), cinco minutos (cinco-cero-cero-enter). Y con el pasar del tiempo el teclado digital gradualmente muestra signos de desgaste en orden decreciente: Ninguna tecla lo padece tanto como el 0, usado en cualquier combinación, luego el 1 (aunque nunca tan desgastado como el primero), 2, 3… y así sucesivamente hasta el número 9, que continúa brillante y hermoso como el día que el horno apareció en nuestra cocina. Porque nadie calienta nada por noventa y nueve segundos.
Miro el teclado con detenimiento e imagino la convivencia de las teclas, su coexistencia y relación. Intuyo el respeto que deben sentir por el 0, que se ha echado al hombro la operatividad del aparato. Usado diariamente y sin descanso. Tanto, que ya evidencia la hendidura que han dejado los dedos con su constante presionar. Tanto, que ya hay que pulsarlo muy fuerte para que emita su sonido, que ahora es mas bien un lamento y no una señal.
Abajo, en los suburbios del teclado, vive brillante y triste el número 9. Inútil, ignorado y rechazado. Como el hermano de la familia que nunca trabajó y depende de la caridad del resto, sin que haya forma de deshacerse de él.
Es injusto, quisiera decírselo al resto del teclado. Él está ahí listo para ser usado, pero nadie lo mira ni lo toca. Todo es cero, o cero-cero, o cero-cero-cero.
Siento lástima por él, me identifico, lo acaricio y caliento mi café por noventa y nueve segundos para sentirme solidario.
Mi viejo entra y me sorprende absorto en la idea, tras un manotazo en la nuca pregunta que hago ahí pensando estupideces. Que hay cuentas que pagar, que aprenda de mi hermano que todos los días sale a bregar en el taller mientras yo sigo en casa jugando a ser escritor. Persiguiendo un sueño ingenuo de fama que nunca llega.
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