El crujido del trozo de papel fue más largo que la frase que tenía escrita. “Para que la próxima vez pienses mejor lo que dices, idiota”. Fueron las últimas palabras de Violeta. Se había desbarrancado por voluntad propia de aquel edificio gris de hormigón. Comprendí, después de leer un libro de Camus, que yo había detonado aquella bomba, que mis estúpidas palabras habían activado aquel mecanismo autodestructivo de venganza y odio. Había podido mantener dormido ese recuerdo, pero al hojear por aburrimiento ese maldito libro de derecho de la URSS, se elevó como una pluma aquella nota amarillenta. Maldije mi falta de cordura. De haberme puesto a hacer algo productivo, no habría cogido ese viejo manual de la universidad que nunca me había servido para nada. Se me vertieron como metal al rojo vivo, el dolor y esos cuarenta años de vida frustrada. Ella estaba vestida con un camisón de flores, tenía el rostro descompuesto, blasfemaba y me insultaba como una poseída. Debí callar y pedirle perdón, pero la insulté y me largué como un cobarde. Antes de salir de mi casa vi en el espejo a ese hombre viejo, feo, despojado de su orgullo, canoso, mal vestido, sin afeitar y ya medio ciego. Me guardé el papel en el bolsillo y me fui directo a la carretera. Cuando se acercó un tráiler repetí sus palabras.

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