Aquella noche, como tantas antes, había vuelto a soñar con el lago.

Y con las montañas que se vislumbraban en sus aguas. Un reflejo divino – pensó para sí -, propio de un cuadro.

Su obsesión con Ginebra se remonta a su niñez, a aquellas noches de tormenta cuando leía Frankenstein en la fría penumbra de su alcoba. Hasta que se extinguía la vela.

Mañana al fin partía el carruaje, y la agitación hacía que le sudasen las manos. Sentía una llama en su interior. «¡Está viva!»

Fin

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