Hay que prender el fuego

Hay que prender el fuego

Clara González

12/12/2016

Veo cómo tus pies trastabillan, se enredan, no logras mantener el equilibrio, y sin embargo no intentas agarrarte a nada, caes al vacío sin emitir ningún sonido, es como si tan solo te dejaras llevar. Yo tampoco te ayudo, no trato de alcanzarte, de salvarte.

Me quedo apoyado en el quicio mientras veo tu cuerpo sobre el suelo del corral. No te mueves.

A la sazón, comienza a orbayar, y contemplo un buen rato tu sangre mezclándose con la lluvia. Me deslizo por el hueco del pajar, y bajo despacio por la escalera de madera. Te observo con tu camisón blanco ahora teñido de barro y sangre. Sigues siendo preciosa. Y pienso que quizá debería pedir ayuda.

Siempre has querido hacer lo que te ha dado la gana, sin preocuparte apenas por mí. Supongo que al principio ambos tuvimos nuestros sueños, como todo el mundo. Pero los fuimos olvidando. Yo debía ocuparme de las vacas y pasaba mucho tiempo con ellas por los prados… Y tu tarea de criar a los hijos se vio truncada pronto.

He traído más carbón y leña, y me he sentado a esperarte en una banqueta de la cocina, mientras tú vas a recoger la leche que ordeñaste ayer de noche. En este tiempo se conserva bien fuera. Pero tú, como todas las mañanas, has derramado parte de la leche por el camino.

—Siempre llenas el caldero. ¡Nunca me haces caso!

Finges no haberme escuchado. Dejas el caldero en el suelo, y con el gancho retiras los anillos de la cocina, echas dentro algunos papeles y más carbón para prender el fuego que se ha consumido durante la noche. Abres más el quicio para que tire bien. Necesitamos más calor.

Estás tan destemplada que te has echado un mantón viejo por encima, aunque todavía llevas puesto el camisón. Es de color blanco y ya está gastado por los años. A través de él puedo ver la silueta de tu cuerpo. Apenas nos queda juventud, pero sigues despertando en mí cierto fuego; a veces me siento ridículo por ello. Tú en cambio ya ni siquiera me dejas tocarte. Desde que murió la niña no eres la misma. Sigues contemplando cada noche su fotografía. ¿Por qué les hacen fotografías a los muertos?

Has cogido un cazo para calentar la leche, y desmenuzas pan de ayer en ella para ofrecérmelo como desayuno. Me la tomo directamente del cazo. Siempre me ha gustado así. Y a ti siempre te ha molestado que no utilice un tazón o un plato. Has vuelto a fingir que no tienes hambre para no desayunar conmigo, y te has ido a hacer la cama.

Más tarde, te veo coger un pedazo de bizcocho y metértelo en el bolsillo de la bata. Cruzamos el pasadizo que comunica la casa con la cuadra. Primero hay que limpiar los suelos de boñigas, y cambiar la paja de las vacas; algunas están paridas y les gusta dormir en lecho seco y mullido.

—Solo dos huevos… —me dices desganada mientras revisas los niales. Las gallinas son ya mayores y ponen menos si hace frío.

Cojo la escalera de madera para subir a la tenada. El hueco en la pared que sirve de entrada hace que pase demasiado viento. Tú empiezas a preparar el almuerzo abajo en la cocina. Pero te he dado una voz para que subas a ayudarme a coger las pacas. Has dejado la pota en el fuego y has venido refunfuñando. Te quitas las madreñas y, en zapatillas, subes por la escalera que te estoy sujetando. Te pido que te quedes en el quicio mientras te voy pasando las pacas para que las tires abajo.

Continúo imaginando tu cuerpo bajo el camisón. Enmorrada, te cierras aún más la bata sin pronunciar palabra.

Ya hemos cogido la suficiente hierba para que las vacas coman hoy. Me habría gustado que tardáramos más, que nuestra tarea no terminase para pasar más tiempo a tu lado.

Intento darte las gracias a mi manera. Me acerco a ti para besarte, pero recibo uno de tus habituales desprecios. Te has apartado.

Caes al vacío, y el último rayo de luz desaparece. Por fin, libres.

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