-¡Son eu, papaiño! son eu… repetía tío Luis con cariño. Papá Manuel estaba a punto de cumplir los noventa. Aunque él no sabía cuánto tiempo había pasado, hacía cuarenta y dos años que su hijo mayor había marchado a America. Con catorce recién cumplidos, se embarcó con una familia orensana que iba para allá, en uno de los nuevos vapores que tardaban poco más de una semana en cruzar el Atlántico. Uno más de los millones de españoles que dejaban sus casas en aquel principio de siglo confiado, la mayoría buscando una vida mejor. Quién sabe qué buscaba Luis. Lo que dejaba eran unos padres cariñosos y trabajadores y un hermano pequeño al que echaría de menos toda la vida. No hubiese ido, quizá, de haber sabido que las guerras europeas harían imposible su vuelta, de haber sabido que su aventura era definitiva y no podría terminar cuando él lo decidiera.

Cuarenta y dos años después regresaba a España cargado de regalos y tan solo de visita. No había hecho fortuna, como quizá soñase cuando adolescente, pero allí se había convertido en hombre, había formado su familia y criado a cuatro preciosas americanas, orgullosas de sus raices gallegas y costarricenses.

Papá era muy pequeño cuando tío Luis se fue. Con ocho años ya había empezado a cantar en las misas diarias de la catedral y en algunos funerales. No sabía música, era todo talento natural y una voz aún de niño que se transformaría en un prodigio de profundidaz y hondura años más tarde. Así, su vida fue tejiéndose entrelazada a la de la Iglesia local. Cuando hubo de buscar un empleo más regular, lo encontró arreglando los papeles de los curas, primero de empleado y después en una pequeña gestoría a la que yo también iba a ayudarle. Y siguió cantando. Su voz era patrimonio de la ciudad, era casi parte de las piedras de aquella catedral que se arraigaban fuerte a la tierra y se elevaban rotundas al cielo, rogando por los que estaban y aún más por los que habían marchado.

Tío Luis pasó algún tiempo con aquella familia amiga que le había llevado consigo. Aunque era un crío, no fue difícil para él encontrar pequeños trabajos desde que desembarcaran en Ellis Island. Siempre había algún petate que llevar, algún reparto que hacer, alguien a quien echar una mano a cambio de unos centavos. Se asentó en Brooklyn y no vivió en ningún otro lugar hasta muchos años después, cuando podría permitirse trasladarse con su familia a Nueva Jersey, en busca de una existencia algo más alejada del ajetreo de Nueva York. Fue pasando de trabajo en trabajo, progresando con mesura y sin desaliento. Camarero por turnos, chico de los recados, encargado de una pequeña tienda… Hasta que llegó el periódico, donde conoció a Rosalina. Disfrutaba contando en sus cartas que trabajaba en el New York Times, aunque nunca ocultó a nadie que, en realidad, él no salía más allá de la imprenta.

– ¡Pero tío! ¡Cómo has hecho para venir con todo esto desde Nueva York!

No recuerdo bien qué me sorprendió más de su abigarrado equipaje. Llevaba ya un tiempo enviando todo tipo de enseres con los que ayudarnos a transitar por la desoladora postguerra española pero, con su viaje, tío Luis había transformado las Navidades del 48 en una película technicolor, un festival de contrastes inaudito para nosotras, más acostumbradas a las cartillas de racionamiento que a los pintalabios de Revlon, al estraperlo que a las medias de cristal. Y aquella Philco del 46… Podíamos pasar horas mirándola. Aunque sintonizara la misma propaganda oficial y las mismas coplas que nuestra antigua radio, éramos capaces de viajar a otras realidades sólo con perdernos en sus formas redondeadas.

Sin embargo, no fueron todos aquellos prodigios los que me dejaron más huella. Cerca ya de los ochenta y cinco, todavía huelo cada invierno el dulzón aroma de las pasas mezclado con el frío de diciembre. Una enorme caja de pasas de California sólo para mi, sólo porque recordaba que alguien mencionó en una carta cuánto me gustaban.

Papá Manuel sonreía tranquilo, aunque algo en el fondo de sus ojos dejaba ver una sombra de duda o curiosidad.

– ¿E vostede non viría a un fillo meu que foise para alá cando tiña catorce anos?

¡Son eu papaiño! son eu…

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