Paró el viaje en un pequeño pueblo toledano. Su amiga le invitó a pasar unos días, junto con otros miembros de la manada. Hacía mucho que no compartían espacio tiempo, tenían ganas. Pocas hojas quedaban ya en los árboles, y el frío invernal se hacía cada vez más presente.

Compartieron comida, recuerdos y muchas risas. Trataron temas cruciales, imaginaron y pintaron en sus posibles… aquel cambio social que tanto ansiaban.

La aventurera salió de la casa cuando todos se acostaron. ¡No podía creerlo! Una espesa niebla cubría todo el pueblo. Tal era su densidad, que el agua se condensaba en las ramas de los árboles y caía en gotas, regando así, la sed de sus raíces.

Estas cosas la encantaban, regalos fortuitos a la vez que improvisados. Se puso en cuclillas y apoyó su espalda en aquel viejo chopo, que desde entonces no pudo volver a ver de la misma manera. Cerró los ojos y disfrutó de la melodía del agua.

Pensó en lo a gusto que estaba, y en la libertad que hallaba tras la soledad. ¡Había cosas que solo podía hacer sola! Se había alejado del bullicio de la comunidad, pero quería más. Quería reencontrarse con lo natural, salir de aquel suelo gris, y respirar fuera de la artificialidad. Volver a ser un animal, igual, con los corzos, jabalíes y demás animalillos salvajes. Poder observar las estrellas, y superar su mayor miedo; la oscuridad.

Pasada la calle de la luz, comenzaba un camino de tierra. Era el camino más oscuro que jamás había visto. Siguió caminando, era una especie de callejón, entre dos edificios. Sin luz, al principio temió, más cuando quiso darse cuenta… su visión se había adaptado. Podía ver, intuir formas más bien.

Siguió caminando por aquel rústico callejón, unas pintadas le llamaron la atención. La primera era un triángulo dentro de un círculo, la segunda el ojo en la pirámide, y la tercera un Yin yang, bastante mal pintado. La aventurera siguió caminando, pensando que aquellos símbolos le acompañaban desde tiempos inmemoriales. Nada malo podía pasarle.

Llegó a campo abierto, se le recogieron las tripas. La niebla, sobre aquella llanura, le recordaba a aquellas películas que quitan el sueño. Aquellas en las que los protagonistas descubren al final que están muertos.

La oscuridad, sumada con la niebla… una niebla espesísima, que ni la luz de la luna dejaba penetrar. Tampoco las estrellas podían ser su guía aquella noche. Se trataba de la tierra, de aquella tierra que sus pies tenían que caminar. Caminar para reafirmarse, para concluir el objetivo que se había marcado. Llegar al pozo, donde horas antes había ido con su amiga Vaquero y su amigo Jaguar, donde había tenido lugar el ritual por el agua de aquel pueblo. No por falta de lluvia, sino por la calidad de la misma. Cada vez más habitantes morían de cáncer, su agua estaba intoxicada.

El ritual fue a base de metálicos golpes, usando la chapa que cubría el pozo. Pidiendo perdón, por todo acto humano perjudicial o autodestructivo, hacia la madre Tierra. Cuando terminaron el “acto”, una luz intensa apareció en el cielo. No podían creerlo, se movía en zigzag, se apagaba y se encendía, hasta que tocó tierra. A unos 15 km del pozo. Confiaban en que eran amigos, hermanos de las estrellas, que nada malo les podría pasar. Estaban lejos del pueblo, volvieron.

Quería llegar allí, otra vez. Pero el camino parecía más peligroso que antes. Quizás no solo por la compañía, sino por la dichosa niebla. Solo llevaba su pequeña guitarrita de viajes, como arma para alejar a cualquier vibración no deseada. Se sentía seguro con ella.

Cada vez se alejaba más del pueblo, las gotas cayendo al suelo hacían ruidos extraños, como si alguien anduviese cerca. Pero no veía nada, ni a nadie.

Al pasar por un árbol de camino al pozo… un brusco ruido le puso la piel de gallina, las tripas se le encogieron, mientras que del arbusto salía corriendo un bicho al cuál no pudo ver nítidamente. Se dio un susto de muerte, quedó quieto unos instantes, tratando de escuchar cualquier ruido amenazador.

Respiró hondo. Soltó el aire.

Volver a casa era lo primero que le vino a la mente. Pero se negó, su corazón quería seguir caminando, su cabeza retroceder para sentirse a salvo. Decidió quedarse en un banco que justamente se encontraba allí. No podía creer el momento de tensión que había vivido. Quería llegar al pozo, pero sabía que aún quedaba mucho camino. Y que eran muchos los animales salvajes que le podían dar otra sorpresa como aquella.

Ella los quería, quería conocerles desde el respeto. Pero quizás no estuviese preparada para integrarse tanto como el bosque la ofrecía.

Sacó su pequeña guitarra, y comenzó a acariciarla. Despacio, para no asustar al silencio, sino integrarse con él de forma suave. Comenzó a cantar de la forma más delicada que sus cuerdas le permitían.

Cerró los ojos, y poco a poco fue entrando en un trance meditativo. Finalmente, llegó al pozo. Encontró el miedo que tenía a la oscuridad. Con las dos manos juntas lo tomó y se lo bebió.

Abrió los ojos y sonrió. No sabía bien qué había pasado, pero… un gran peso se liberó de su pecho.

Decidió seguir caminando, llegó a su destino y feliz se sintió por cumplir aquel deseo. Su mente aprendió, y su corazón, valiente, se sintió satisfecho.

A la mañana siguiente, nada les contó a su manada. Pero el bienestar que sintió al transgredir sus propios miedos… le hizo mejorar la calidad de su compañía. Había bebido de su propio pozo, el mejor agua que jamás habría probado.

Pero eso… lo tenían que descubrir cada uno a su modo.

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