De buena gana se lo hubiera dicho todo, le hubiera contado cómo iba a terminar su historia, pero no se sentía capaz de arruinarle ese día y de todas formas, no se lo iba a creer. La veía tan feliz, con esa beatífica sonrisa suya dibujada en rojo sobre su cara y el vestido de tafetán que le arrastraba dos metros a lo largo del pasillo y que una niña le sostenía sin demasiado éxito, más pendiente de lo que decían los invitados que de su cometido principal. Todos los ojos puestos en ella, comentarios de asombro y gestos de admiración, qué guapa está y cómo le favorece ese escote, cogidita del brazo de su padre, pasos trémulos, mirada al frente, digna y hermosa como siempre la había imaginado. Ha llegado el día, sí, pero quién soy yo para entrometerme en la vida de nadie, se decía Ana, que disfrute estas horas que él le regala, que cumpla su sueño infantil, yo también soy generosa, unos días de felicidad no se los quita nadie, quizá unos meses y luego ya veremos. Les vio cogerse de la mano mientras Marcos le decía algo al oído y ella asentía feliz, observándole de arriba abajo, con ese chaqué que le quedaba perfecto, porque otra cosa no, pero había que reconocer que percha sí tenía, una buena planta, tan proporcionado en sus medidas como en todos sus actos. Nunca una salida de tono, una palabra más alta que otra, un mínimo enfado por más razones que tuviera, siempre tan correcto, tan acostumbrado a fingir. Seguro que ahora le estaba comentando lo deslumbrante que estaba, o el momento único que vivían y lo bien que estaba saliendo todo. Hasta el sol les había acompañado en un septiembre que hasta ahora parecía invernal.


“Estamos aquí para unir a este hombre y a esta mujer en sagrado matrimonio…”
, los murmullos cesan para escuchar al sacerdote y Ana, en la última fila, se recrea en observar a los parientes, a los padres y los tíos; los primos, los sobrinos y hasta al abuelo nonagenario al que han sacado hoy de su residencia y está aquí en su vieja y desvencijada silla de ruedas, con el mismo traje negro que lleva siempre en los funerales y en las bodas. Vestidos largos, colores vistosos, sedas y encajes, sombreros a juego y algún que otro tocado adornando los peinados de peluquería reciente. Los niños miran al techo aburridos, les falta una consola entre las manos y no saben qué hacer. Suena la música, All you need is love y todos alzan la cabeza divertidos mientras aparentan que conocen la letra de la canción, un capricho de la novia que a Marcos le hizo gracia, por eso sólo se oye su voz con claridad y Ana se queda pensando en si ha hecho bien, si debería habérselo contado anoche, cuando atendió la llamada de su prima para pedirle un último favor:“¿Puedes recoger a Salva? No tiene coche y no sabe cómo llegar”,“Sí, descuida, ¿Estás nerviosa?” ,“Bueno, un poco”,“No te preocupes, todo saldrá bien”.

Se siente cobarde, miserable, rastrera. Pero, ¿cómo podría decírselo? ¿Con qué palabras? ¿Qué términos elegir? “Deberías saber algo, algo muy importante. Te conozco muy bien, mereces que te lo cuente”. Quizá aún esté a tiempo, duda, sólo tiene que alzar la voz, interrumpir la liturgia y salir de su banco. Abalanzarse hacia ellos y decir: “Esto no puede ser, no puede ser”, antes de que el cura termine su homilía, antes de que concluya esa frase que está pronunciado: “Hermanos, si hubiera que medir la dignidad de los esposos, si hubiera que medir su amor…”, hace un intento, pero sus pies no se mueven del suelo y sólo se atreve a tocarse el pelo, como atusándolo por detrás, porque ha levantado el brazo y no sabe qué gesto componer para culminar el movimiento sin llamar mucho la atención. “Las personas son siempre débiles, inclinadas a olvidar sus compromisos, por eso estos anillos os recordarán el día de hoy…” Y Ana se da cuenta de que ya es tarde, los símbolos de su unión están en sus dedos y se han pronunciado las palabras definitivas, esas que no tienen marcha atrás.

Sellará su boca. Nunca lo ha sabido y si se diera el caso, nunca lo sabrá. Las puertas de la iglesia se abren y todos salen para felicitarse, para abrazarse y besarse porque hoy es un día especial y hay que hacer alarde de ello con grandes aspavientos de regocijo mientras llueven granos de arroz y pétalos de rosa sobre las cabezas. Cámaras que lo fotografían todo, serán imágenes enviadas y reenviadas hasta la saciedad. Ella también quiere un recuerdo, saca su smartphone de bolsillo y apunta hacia los novios, pero antes de encuadrar la imagen de esa dicha inocente, se gira un poco y lo ve. Está sólo a unos metros, apartado, discreto, observándolo todo. Lleva unas gafas oscuras pero sabe que es él. Viste la misma cazadora verde que llevaba unos días antes, cuando le vio por primera vez, sentado en un coche, en el asiento del conductor. Y es seguro que no se hubiera fijado mucho, sólo eran besos entre dos amantes, pero entonces Marcos abrió la puerta del copiloto y salió, con las manos en los bolsillos, canturreando una versión horrible de su marcha nupcial: “All you need is loooove, nana, nana, ná…”


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