Por primera vez en años, las hermanas Vera no cenarían solas. Hacía más de una década que Luz y Blanca convivían en el domicilio heredado de sus padres —ubicado en el Madrid más noble—, entre viejas fotografías y demasiados recuerdos de un pasado mejor. Blanca, la pequeña, que enviudó joven, buscó la compañía de su única hermana en el refugio familiar. Luz, soltera por convicción, tanteó la vida monacal, y aunque su espíritu libre no duraría demasiado tras el grueso muro conventual, su corazón altruista la guiaría por otros senderos.

En días festivos, Luz preparaba recetas tradicionales aprendidas de Inés, la sirvienta que formó parte de la familia desde que los señores de la casa anunciaran la venida al mundo de la primogénita. Con las manos en la masa, solía remedar la cantinela de la buena Inés: <<¡Las señoritas refinadas no enredan en cocinas!>>. Blanca soltaba una carcajada cada vez que Luz emulaba aquella escena: su cara manchada por el polvo de la harina, con la voz ronca imitando el tono varonil de la criada y el mohín de su nariz respingona.

Llevaban mucho tiempo celebrando la Navidad en la soledad de un hogar compartido, donde la memoria se detuvo antaño cuando las risas de sus primos hacían las delicias de cualquier festejo, mientras corrían atolondrados por el gran salón, derribando con el torbellino a su paso algunas figurillas del pesebre que habían armado las hermanas durante la tarde. Al otro lado de la estancia, el cabeza de familia tocaba Noche de Paz en el piano de media cola; la melodía de la canción originaria de Mohr y Gruber invadía el espacio, mezclándose con el olor a encina procedente de una pila de troncos que se deshacían lentamente en la vieja chimenea de mármol rosáceo. Al momento, el silencio aventajaba al bullicio; las cuerdas del armazón de nogal imponían sus acordes nacidos de aquella partitura amarillenta que, una vez más, cobraba protagonismo. Con las notas finales, la sala rompía en un caluroso aplauso, y volvía para quedarse el entusiasmo de la Nochebuena. Sobre una larga mesa torneada, un sinfín de manjares repartidos en coloridas hileras esperaban a los distinguidos comensales. Desde la sala de estar, Inés avisaba al servicio con un toque de campanilla. Entonces, una a una, las tupidas cortinas extendidas sobre los ventanales se iban descorriendo: los destellos del alumbrado de la Plaza del Marqués de Salamanca irrumpían raudos a través del vidriado lienzo. A lo lejos podían oírse las voces de los coros callejeros y la algarabía constante por Ortega y Gasset. Entre tanto, las hermanas Vera conseguían escabullirse bajo los faldones de las damas con un buen puñado de bartolillos, almendritas rellenas y barquillos, envueltos todos en un par de servilletas bordadas con las iniciales del ilustre apellido. Sigilosas, subían a la residencia de los Alcocer. Con tres toques de nudillos en la puerta de servicio ya estaban dentro.

—Jovencitas, ¿qué hacéis aquí a estas horas? Si alguien os descubre ¡se me cae el pelo! —increpaba Jacinta, la cocinera astorgana de los vecinos que preparaba las mejores mantecadas de la ciudad.

—Nos vamos enseguida respondían al unísono Luz y Blanca.

—Hemos traído dulces para Avelino —apuntaba la hermana mayor, a la vez que desataba el nudo de la improvisada bolsa de tela sobre un taburete.

Avelino era el hijo de Jacinta; pasaba los ratos con la nariz pegada en la cristalera de la cocina de los Alcocer, soñando despierto con asistir algún día a uno de los muchos convites que daban los Vera. Las hermanas le tenían mucho aprecio. En esos días de banquete, aprovechaban el exceso de viandas para compartirlas con el pecoso chaval.

—¡Adiós! —gritaron las niñas, corriendo escaleras abajo de vuelta a la fiesta, entre risas que resonaban en las paredes desnudas del edificio y el repiqueteo de las merceditas de charol que habían estrenado para la ocasión.

—Dejémonos ya de melancolía, hermana —interrumpió Luz mientras se limpiaba la cara con el mandil.

—El pasado quedó atrás; todavía queda mucho por hacer aquí —dijo volviendo a los quehaceres culinarios tras la larga pausa por el viaje de los recuerdos.

Aquella noche Luz organizó un auténtico festín. Satisfecha, con la emoción de la misión cumplida, se dispuso a acondicionar una veintena de mesas en el salón de la chimenea de mármol rosáceo. Abrió despacio un arcón de época donde guardaba con celo varios juegos de manteles hechos a mano. Bordeó con la yema de los dedos su delicado encaje y aspiró el rancio olor a madera y lavanda que desprendían.

—Es la ocasión perfecta para airearlos —musitó.

Vasos, platos, cubiertos, todos colocados con sumo cuidado.

El timbre de la puerta sonó al fin avisando de la llegada de los primeros invitados. Blanca salió a recibirlos: algunos eran conocidos, como Avelino, que aquella noche vería cumplido su sueño de la infancia; o el padre Piquer, un joven sacerdote de la parroquia de Conde de Peñalver, presto a amenizar la velada con el viejo piano y a ayudar a las hermanas durante la celebración; otros, sin embargo, procedían de barrios cercanos, alentados por los avisos de las misas de doce o los corrillos en las puertas de algún albergue, sin apellido egregio, cabizbajos, sin saber muy bien qué hacer con sus manos temblorosas por el frío de la noche madrileña. Las mujeres no agitaban mantones de seda ni los niños estrenaron zapatos de charol, pero el calor de hogar que allí se respiraba les incitaba a entrar con la mejor de sus prendas: la sonrisa.

En el portal del edificio, bajo las ramas de un abeto rojo coronado con la estrella de Belén, un cartel anunciaba el evento:

<<Ven a festejar la Nochebuena.

Comedor social Luz Blanca.

¡Felices Pascuas!>>

-Música: Noche de Paz. Silent Night (solo piano cover) by Sami Galí.

Fotomontaje navideño de archivo familiar.

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