El Fantasma y el fútbol

El Fantasma y el fútbol

– “¿Quién es ese bulto de carbón?”, dijo mi padre al verme.

Mi madre le dijo:

– Es Jairo, nuestro hijo… es un “bebecito negrito y velludito”… pero no es un bulto de carbón.

Ella se encontraba en el Hospital San Ignacio perteneciente a la comunidad Jesuita. Como casi toda madre su hijo le parecía hermoso. Ese niño era yo y nací en el año 1960, el 17 de marzo, en Bogotá.

Pasaron cinco años donde vivíamos en un ambiente estrecho y difícil con toda la familia materna, luego nos trasladamos a una casa pequeña y recuerdo especialmente el zaguán o pasillo donde pateábamos una pelota con mis dos hermanos mayores.

En 1967 llegamos al barrio Bonanza donde mi padre compró una casa que pagaría a 15 años, allí descubrimos un poco la libertad de poder salir a la calle y jugar con los nuevos amigos: había una laguna a la vuelta de casa, numerosos potreros y casas en construcción que hacían dar rienda suelta a nuestra imaginación.

El principal deporte era el fútbol que cumplía una especie de reglas callejeras como: no había arbitro ni fuera de lugar y cuando se generaba una jugada dudosa casi siempre terminaba en penal, el “gordito” o más malo casi siempre era elegido portero, el partido se acababa por cansancio y se definía con el famoso: “el que meta el último gol gana”. El que botaba el balón lejos tenía que ir por él y si se enojaba el dueño del mismo el partido se daba por terminado…

En el año 1968 hacia el mes de abril, muere mi abuela Dolores Rodríguez conocida como «Doña Lolita». Era un día sábado y nos encontrábamos con mis hermanos y amigos jugando al fútbol, ella venía de una convalecencia y paramos un momento el encuentro deportivo para ir a ver como estaba de salud. Mi hermano mayor, José Efraín -contaba con 12 años-, entró a la casa y le preguntó cómo se sentía, a lo cual contesto que bien y que siguiéramos jugando.

Dedicamos unas buenas horas al encuentro deportivo y al terminar fuimos a casa. Golpeamos la aldaba de la puerta varias veces y no había respuesta; entonces mi otro hermano, Juan Germán -tenía 10 años-, vio por un espacio que había entre la cortina y la ventana que la abuela estaba tirada en el piso. Rápidamente con Guillermo -el vecino de al lado- se pasaron por el lote que daba a la parte trasera de la vivienda y entraron. La encontraron muerta y cerca a su cara un pequeño charco de sangre regado en el suelo. La movieron suavemente como esperando una repentina respuesta pero todo fue en vano, inmediatamente abrieron la puerta y entramos varios de los que estábamos jugando.

Nuestros padres, José Efraín y María Elvira, estaban en el colegio recibiendo el informe de rendimiento y las libretas de calificaciones. No teníamos cómo avisarles de lo sucedido. Decidimos esperar pues calculamos que no demorarían, mientras un miedo se apoderaba de nosotros al pensar que les diríamos.

Cuando llegaron y vieron el cuerpo de la abuela se sorprendieron tratando de entender que había sucedido, la palparon e intentaron generar alguna reacción de su parte. Luego llamaron al resto de la familia para iniciar los trámites correspondientes de certificación de la muerte y acordar su entierro. Pasado un poco el susto, nos reunieron a los tres en la cocina y nos regañaron de tal forma que nos sentimos culpables de “homicidio involuntario” de la abuela, fue tal la presión que lloramos con mucha intensidad. Yo era el menor de los tres y acababa de cumplir ocho años.

Con el tiempo entendimos que es muy común en nuestro país, Colombia, echar la culpa a los demás de lo que sucede, es la forma más fácil de no asumir responsabilidades y de tener un justificante a la mano para tratar de quedar bien. Cuando por alguna razón natural no se puede endilgar a otros nuestros errores entonces recurrimos a lo divino y decimos: “Es voluntad de Dios”. Lo importante es librarnos de dar la cara y enfrentar la realidad.

Con la carga a nuestras espaldas del deceso de la abuela “Lolita” tuvimos que vivir un tiempo. Cuando ya hubo pasado todo el alboroto, nuestros padres entendieron que no éramos culpables, nos dieron “la libertad” y fuimos absueltos sin cargos; entonces decidieron contarnos lo siguiente:

El sábado anterior a la muerte de la abuela, hacia las cinco de la madrugada, mi padre despertó con un pequeño sobresalto y observó una figura de hombre de unos dos metros de estatura, que se le asemejó a una persona de raza negra, instintivamente golpeo con el codo a mi madre que, al abrir los ojos, vio aquella imagen y quedó paralizada. Todo fue muy rápido y mi padre se levantó a encender la luz de la habitación.

Nosotros desde pequeños oíamos historias de apariciones como: La Llorona que era la vida de una pobre mujer a la que el esposo le robó los hijos y murió de tristeza al buscarlos por mucho tiempo. Se dice que el espíritu de esta madre no descansa y por la noche llora entre lamentos buscando a sus hijos… El Hombre Sin Cabeza está relacionado con la mitología irlandesa, fue adaptado en versión colombiana y de otros países, se trata de un jinete montado a caballo y con la cabeza fosforescente bajo su brazo derecho, se dice que posee una horrible sonrisa y ojos negros. Hay más: La Patasola, El Duende Colombiano, El Tunjo… y personajes reales como: El Bobo del Tranvía, El Artista Colombiano, La Loca Margarita…que se salían de lo común. Todo nos parecía parte de los Mitos y Leyendas, tan comunes en nuestro país, que muy poco influían en nuestras vidas. Sin embargo al escuchar este relato de boca de nuestros padres y al tocarnos tan de cerca nos costaba no creerles.

Pasó una temporada en que relacionaba la muerte de la abuela con el fútbol y la aparición a mis padres. Como no sabía dar una explicación fiable a tal suceso decidí llamarlo: El Fantasma. Tal vez influenciado por una historieta cómica que leía los domingos en el periódico.

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