A las cinco de la madrugada

A las cinco de la madrugada

Amanecía aquella mañana de domingo, a las cinco de la madrugada, esplendorosa con los primeros rayos de sol iluminando el jardín repleto de flores que se hallaba cerca del taller de confección de las hermanas modistas. Repiqueteaban las campanas de la iglesia de san Roque al compás casi de la cuerda del reloj de pared que había en la casa.

Nadie diría por la mañana tan maravillosa que hacía que, justo al otro lado del edificio donde se ubicaba el taller de confección, una multitud de parroquianos acudía a dar el pésame a una de las viudas más adineradas del pueblo. Los vecinos que iban llegando se agolpaban a la puerta de la gran casa, propiedad del difunto señor Tormo Abizanda. Un hombre rico, que adquirió mucho prestigio en el pueblo gracias a la tienda de ultramarinos que heredó de sus abuelos.

Todos decían de él que era una persona afable y muy caritativa, supuesto que había ayudado a muchos a salir de la miseria. Todos le apreciaban, incluidas las dos hermanas modistas. Éstas más que nadie, puesto que en época de hambre él las ayudó prestándoles dinero para que pudieran salir adelante con el taller de corte y confección. Le estaban muy agradecidas por todo lo que había hecho por ellas.

—¡Pobre hombre! Que Dios lo tenga en su gloria. —Clamaban las mujeres cercanas a la familia. Sus vecinos también lloraban la pérdida de aquel buen hombre que tanto había hecho por Alcantarilla y por los parroquianos.

Mujeres enlutadas daban el pésame a los hijos y a las hijas de Tormo. Unas abrazaban a los muchachos; y otras, a las muchachas. Apenas unos jóvenes que se habían quedado huérfanos en unos segundos, pues el pobre de Tormo murió mientras desayunaba. Un paro cardíaco le sobrevino cortándole la respiración, dejando paso a la diosa muerte que todo se lo lleva por delante cuando menos te lo esperas.

Tormo no fue en su niñez lo que se dice una buena persona, fue un niño desabrido y de mal carácter. Egoísta hasta que cumplió los dieciocho. A esta edad se convirtió en un muchacho agradable, Tanto fue así que durante la guerra civil andaba impidiendo masacres entre sus convecinos.

—¡Buen hombre y mejor amigo! —Se lamentaban algunos de los que fueron al entierro.

Pilar y Santa acudieron al sepelio. Pilar, que era la que más contacto había tenido con el difunto, no dejaba de pensar en los momentos en que las ayudó.

«Hacía un año que había comenzado la guerra.

Por mucha prisa que me dí no llegué a tiempo a la tienda para conseguir los productos. Recuerdo que había una mujer alta y desgarbada que me miró con cara de vinagre:

—No puedo entregarle nada, ahora mismo vamos a cerrar. La próxima vez venga antes. —Me dijo con aire de superioridad.—. Yo, claro, me sentí mal. Mi familia se iba a quedar sin comer por mi culpa. Y es que tuve que terminar un vestido porque tenía que entregarlo a la señora del boticario, que me había pagado con una preciosa joya que su madre le regaló el día de su boda.

En fin, sólo sabía que nos habíamos quedado sin comer durante una semana. Me entró tal angustia que empecé a llorar desconsolada. Me apoyé en la pared de una de las casas de la calle Mayor, y allí precisamente fue cuando vi a Tormo. El pobre se acercó a mí y me cogió del hombro. Yo estaba tan ausente que casi no me di cuenta. Él me prestó su ayuda cuando le expliqué lo que me había sucedido. Ni más ni menos que me brindó su cartilla de racionamiento, diciéndome que él y su familia tenían suficientes alimentos y que no necesitaban más. Aquello para mí fue un milagro. Por lo que acepté que Tormo nos hiciera ese favor. Y fue él quien a la mañana siguiente se puso en la cola para que le dieran legumbres, patatas y azúcar, que iban a ser para mi familia. Desde ese día Tormo para mi se convirtió en un santo, en una persona buena. Dejó de ser el adolescente gris y poco sociable que conocía, para convertirse en casi un héroe. Yo tenía por aquel entonces unos diecisiete años».

Continuó con su recuerdo, contando esta anécdota a todo aquél que se sentaba a su lado. Estaba infinitamente agradecida. Tanto fue así que cosió durante un año gratis para su mujer y sus hijas.

Tormo Abizanda se casó a la edad de veinte años. Su esposa se llamaba Casimira, (hija del médico de Alcantarilla). Una joven de las más alegres que se conocían por aquel lugar. Una buena mujer que consiguió dar a Tormo nada más y nada menos que cuatro hijos: dos chicas y dos chicos. El más pequeño de todos era “tontito” —digo esto cariñosamente—; porque precisamente el más pequeño se convirtió en uno de los chicos que más simpatías despertaba en todos los vecinos.

Allí estaba también él, se llamaba Luis, como el abuelo, como el padre de Casimira. Aquel jovencito, que apenas tenía catorce años, y que estaba llorando, como todos los demás, la muerte de su padre.

Casimira lo tenía junto a ella, cogido de la mano, calladito y triste, muy triste. Aquel jovencito con ojitos alargados, achinados y rostro redondo, miraba desconsoladito a su madre, a la que de vez en cuando le pasaba su manita por la cara, acariciándola con suavidad.

Luis «Luisito» como solían llamarle en el pueblo, miraba con ojos tristes todo lo que se movía a su alrededor. A todas aquellas mujeres vestidas con horrendos trajes negros, de corte clásico, mientras las cucharillas emitían alegres sonidos al golpear ligeramente las tazas que contenían el café, que humeante exhalaba a la tupida atmósfera cierto aroma arábigo. El sonido melodioso de las voces, que se cruzaban al hablar entre unos y otros, algunas veces en cuchicheo, alentaban la poderosa imaginación de Luisito, quien estaba allí, quietito, frente a su padre muerto.

FIN.

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