Allí donde quiera que ahora estés.

Allí donde quiera que ahora estés.

2001, 4 Junio.

Allí donde quiera que ahora estés, allí donde quiera que ahora se desahoguen furiosos tus pinceles, allí donde quiera que suene ese fandango con voz ronca. Allí, hasta la tierra que te vio nacer y que nunca olvidaste. Hasta allí quisiera que te llegara esta carta, que sonaran intactas estas palabras que ni yo mismo puedo releer sin humedecer mis ojos, pero que mis entrañas no pueden evitar escribir; porque es ahí donde más duele tu ausencia.

Aquella madrugada, mi interior se volvió a deshilvanar por la misma costura, y las piezas de ese amargo puzzle que es la vida, ya no encajarán y, con el paso del tiempo, comienzan a pesarme como una inmensa piedra.

A ti, que durante meses anduviste con ansia enérgico persiguiendo la invasión que sobre tu cuerpo perpetraban unas células terroristas, sitiando tus pulmones sin piedad, comiendo poco a poco tus días, tu sonrisa, la luz de tus ojos, hiriendo de muerte tu futuro. A ti, que no tolerabas que nadie te mintiera, que nadie te ocultara el más mínimo detalle sobre tu suerte. A ti, que ya no me oyes, quisiera contarte hoy todo lo que sucedió desde que entraras en aquel sueño profundo, sueño del no fuimos capaces de despertarte.

Quiero decirte que apenas si cambiaron las sábanas de tu cama, esas que la inquietante fiebre porfiaban por empapar, anunciándose perversa en la mañana.

Durante la tarde, no supimos qué hacer. Nos invadió la impotencia, el pánico y la parálisis que provocaba el dolor. Mientras, tu mirada recorría cada hueco de la habitación, como quien busca la luz al final de un oscuro túnel, observando la pena del adiós definitivo marcada en nuestras miradas, ese adiós que tú, como siempre, te negabas a aceptar apretando las mandíbulas, porfiando por escapar. Pero para esa pelea necesitabas una alianza divina, una que te alejara de aquella tortura blanca.

No fue así; tu ‘ángel’ te había dejado huérfano.

Descubrí dentro de tus ojos el gesto de una rabia intensa, azotando la calma de una tarde ya flagelada. Y tus escasas palabras aún retumban en mi memoria, como gota terca que erosiona esa piedra al pie del acantilado. Y, aún hoy, cada noche que salgo a la calle, miro al sur, siguiendo tu rastro en silencio para no despertarte.

Decidimos cambiarte de pijama, para que estuvieras aseado, ordenado en tu silencio. Pero hasta en eso la enfermedad es injusta. Con ella pierdes la dignidad, y tu intimidad se vuelve vulnerable. El pudor te olvida y deja tu cuerpo camino del lugar donde los suspiros queman el aire que traspasa tu garganta, donde hasta el nacimiento de una flor en un invierno helado es devorado por la insensible soledad de los deseos, del desconsuelo. No pudimos cubrir del todo tu torso, y eso nos produjo más dolor, porque parecía que ya te escapabas.

Mudos, allí permanecíamos todos; bueno, tu hermano mayor no pudo llegar a tiempo. Papá vencido, tu mujer rota, tus hermanos y hermanas, tus cuñados y tus cuñadas. También el corazón de tus hijos; el más pequeño te llamaba jubiloso desde su flamante correcalles. Más tarde vinieron a verte los tíos, algunos de tus amigos más fieles; pero tú ya no pudiste sonreír.

Mamá te esperaba.

Y al caer esa noche comenzó tu sueño; no pensábamos en ese instante que sería para siempre. Y esa noche acabó espesa, como se espesaron en mi cabeza las palabras con las que los médicos, aquella misma mañana, me habían prevenido apenas llegué de Salamanca. Recuerdo que, después de oírlas, entré en la maldita cuatro diecisiete y vi cómo tu cuñado se esforzaba por llevarte de vuelta a la cama. Yo intenté ayudarle, pero no pude.

Y permanecí demasiado tiempo en silencio, en una esquina.

De repente, la vida comenzó a parecerme un fraude; tanto dolor merecía mejor recompensa.

Fue entonces cuando quedaron atadas las palabras y encadenados los silencios.

Avanzaba la noche, poco a poco se fueron yendo, uno a uno, silenciosamente, esperando lo peor. Solo tres sombras, a las que la ráfaga de un viento lejano pareciera arrastrar hacia la noche, concentradas en tu pecho desnudo, comprobando cada latido, cada lamento seco, quedaron de centinelas. Esas sombras pasaron la noche intentando calmar tu fiebre con alguna compresa de agua fría.

Pero ya no despertaste.

A partir de un momento, tu respiración fue dura, y a eso de la una y media de la madrugada la enfermera del turno nos advirtió que saliéramos. Tuvieron que maniobrar. No podíamos ni llevarte al baño.

—¡Dios!

Volvimos a la habitación y nos indignamos al ver la poca honestidad que ponen algunos asistentes sanitarios ante quién no puede defenderse, ante quien ya no puede pedir siquiera que lo cubran. Tuvimos que arreglarte de nuevo para que, si decidías abrir los ojos, no sintieras rabia.

La noche fue eterna.

Más eterna la hubiese deseado. Tan eterna que el amanecer no hubiese llegado nunca. Pero tu suerte se había dormido, te dio la espalda y la vida había decidido que tu dolor era suficiente, como si ya hubieses pagado la deuda, esa deuda que nunca acabas de saber muy bien a quién se la debes, quién la impone, pero que tienes que entregar cuando ella decide venir a cobrarla.

Tu mujer, rendida, se asomó a tu cabecera y, al observar el lento movimiento de tu pecho, volvió a cobijar sus lágrimas sobre su almohada. Tu hermana mantenía su tic nervioso rizando su flequillo con los dedos. Tu respiración seguía siendo dura, y durante la noche en ocasiones pareció interrumpirse; la fiebre no remitía.

Y tu corazón no podía más.

Al amanecer, tu mujer se sentó junto a tu cama, apoyó su cabeza sobre el pecho y, con sus manos, cogió tu brazo, comenzó a darte besos y lloró. No sabía qué más hacer para aliviar tu viaje, nada más que aliviara la pena.

En un segundo, con el amanecer recién estrenado, llegó tu último aliento.

(Faure – Pavane Op. 50)

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