El señor de la izquierda es mi abuelo Juan y esta fotografía, casi mi única referencia de él, pues mi abuelo murió mucho antes de nacer yo. De 1904 data este retrato familiar con ese aire del pasado que le da el color sepia.

Mi abuelo está sentado en una silla de cuero con remaches metálicos. Su atuendo es el de un señor de la época y usa bigote. Yo diría que está satisfecho con su vida, orgulloso de su familia, y tal vez un poco preocupado por cómo saldría la fotografía.

Lo que no podía él adivinar, es que una nieta suya a la que no conoció, la iba a estar estudiando con mucha curiosidad y un poco de emoción. ¡Quién le iba a decir a él, que más de cien años después, esta fotografía familiar iba a estar colgada en Internet!

– Un momento, muchacha, ¿qué es eso de Internet?

– ¡Huy!, abuelo, para explicártelo, te tendría que contar antes muchas cosas. Pero mira por donde, “eso de Internet” me va a servir para charlar un ratito contigo.

– Pero bueno, muchacha, ¿y tú quién eres?

– Yo soy tu nieta, la hija menor de Lolita, tu hija más pequeña, que cuando se hizo esta fotografía, aun no había nacido. Y no me llames muchacha, abuelo, que tengo bastantes más años que tú en esa foto.

– No sigas enredándome que me vas a volver loco. Pero, dime, ¿es cierto que eres mi nieta? ¿Qué llevas mi misma sangre?

– Pues eso parece abuelo, y ¿sabes qué? que estoy orgullosa de serlo porque por lo que me contaba mi madre cuando yo era pequeña, sé que eras una persona buena, trabajadora, con sentido del humor y sobre todo, muy amante de la familia.

– En lo último tu madre tenía razón. Siempre le rogué a tu abuela y a mis hijos, que se quisieran mucho entre ellos y que permanecieran unidos, y así se lo pedía diariamente a San José. Pero mira, te voy a presentar. Aquella de allá, es tu abuela Dolores…

Y el abuelo añade a media voz: “la quise mucho”.

La abuela está de pie a la derecha de la foto, no debía llegar a los 30 años, pero da la sensación de una señora ya mayor, vestida de oscuro y con el pelo recogido en uno de esos moños que se llevaban entonces. Se la ve muy en su papel de joven madre y a la vez con la responsabilidad de criar a los dos hijos, ya grandes, del primer matrimonio de mi abuelo. Pero su rostro es sereno, con esa serenidad que da el confiar en la persona que hemos elegido para compartir nuestra vida.

– Abuelo ¿y cómo fue tu primera esposa?

– Se llamaba Zoila, nos casamos muy jóvenes y nuestra primera hija nació el mismo año que se inauguró el teatro Zorrilla de Valladolid, en honor a José Zorrilla que asistió a la primera representación, y que cabalmente fue su obra “Traidor, inconfeso y mártir”.

– Pero abuelo, no te vayas por las ramas y sigue hablándome de la familia.

– Pues mira, a esa hija la llamamos Carmen y es la que está sentada a mi izquierda. Al morir Zoila, aun no había cumplido 15 años, y se hizo cargo de mí y de su hermano pequeño con una dedicación extraordinaria.

– Claro, la tía Carmen, a ella sí la conocí; nunca se casó y vivió casi toda su vida con mis padres y hermanos. Fue como una abuela para nosotros. Como yo era la pequeña, la recuerdo como una viejita simpática que recitaba poesías y tarareaba zarzuelas a la menor ocasión.

– A Carmencita le gustaba mucho cantar y no lo hacía nada mal…

Por la sonrisa irónica del abuelo al recordar las habilidades de su hija, no sé si tomarle muy en serio. El caso es que a la tía Carmen la gustaba recordar sus estudios de canto con un profesor particular que le animaba a desplegar su chorro de voz: “¡Más alto, Carmencita, que en la casa no hay enfermos!”, a la joven la avergonzaba que la oyeran los vecinos; sin embargo, de octogenaria y riéndose de sus complejos, se empeñaba en ensayar pequeñas piezas de antaño que se desmayaban en su voz cascada nada más empezar, haciéndonos reír hasta las lágrimas. También memorizaba poemas y versos y tan bien se los aprendió que ya de anciana sacaba de vez en cuando del archivo de su memoria una poesía de Campoamor o unos versos de Gabriel y Galán y los recitaba de corrido asombrándose de su propia audacia.

Pero volvamos a la fotografía en la que Carmen rondaba los 20 años; está sentada en una silla de alto respaldo y deja caer lánguidamente su mano izquierda mientras que la derecha se la lleva al collar que cuelga de su cuello adornado de encajes. Tiene un aire romántico y sugestivo, como queriendo dejar constancia de sus sueños e ilusiones de juventud.

Mi abuelo me sigue contando:

– El que está a su lado es mi queridísimo hijo Juanito, que a la sazón tendría unos 8 años.

He ahí al queridísimo Juanito: pelo corto y algo rizado, traje de chaqueta con pantalón corto y cuello blanco de encaje, botines de cuero y medias oscuras, tiene un aire ligeramente pensativo ¿o aburrido de las exigencias del fotógrafo?

– ¿Y el chiquito, abuelo?

– Ese es Julio, el pequeñín de la casa, pues tu madre aun no había nacido.

– Pero abuelo, un niño tan grande y todavía vestido con faldones…

– Qué quieres, nieta, era la moda de la época. Busca, busca en ese Internet tuyo, fotografías antiguas de aquellos años y verás.

– Tienes razón abuelo, esas vestimentas son precisamente lo que les da sabor a fotografías como esta.

– Pero recuerda, lo importante es que la familia esté unida, y no solo en el retrato.

Resulta que mi abuelo, además de buena persona, era un hombre sabio.

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