-Mirad,mirad…¡voy sin manos!
Les dijo Santi a su hermano Pruden y al primo José, girando la cabeza y colocando los brazos como las alas de un avión.
En aquella calurosa mañana de primeros de Agosto, los tres chavales que rondarían los trece años, circulaban alegres por la vieja carretera que desembocaba en el Canal de Castilla. Pruden y Santi eran los hermanos «forasteros» de Madrid, que pasaban los veranos en el pueblo de sus padres, disfrutando del aire libre, las bicicletas, y el sinfín de aventuras infantiles propias de su edad, que en los «Madriles» eran imposibles de realizar, todo ello acompañados por sus queridos primos del pueblo.
-¡Cuidado!- gritó el primo José
Santi miró hacia delante, viendo lo qué se le venía encima.
-¡Aaaaahhhh!- vociferó nervioso, agarrandose fuertemente al manillar de la bicicleta.
-¡Frena!- gritó también su hermano, ya era demasiado tarde, Santi se dirigía hacia la cuneta de la carretera, y lo que era peor, ante él, unos cardos tremendamente altos y espinosos.
Podrán imaginar lo que ocurrió acto seguido, lamentos, palabrotas, y muchas…muchísimas risas por parte de Pruden y José.
-Santiago, quieres estar quieto para comer- le dijo con voz imperante su madre Manuela, a la vez que le servía un suculento plato de arroz con bacalao y patatas.
-Vale mamá- contestó Santiago, arrascándose brazos y piernas energicamente, por la picazón producida por las finas espinas del gigantesco cardo con el que se había estrellado la pasada mañana camino a la ría.
Pruden le miró, esbozando una sonrisa burlona.
-¿Por qué te arrascas tanto los brazos , hijo? – le preguntó su padre Prudencio.
– Esta mañana me distraje con la bici, y choqué contra un cardo «borriquero»- contestó Santi, metiéndose en la boca una deliciosa cucharada de aquel manjar que tanto le gustaba, y que cocinaba de maravilla su madre.
– Estos niños…¡un día os vais a abrir la la cabeza con las dichosas bicicletas! -dijo Manuela.
-Tened cuidado, no vayamos a tener un disgusto -comentó su padre.
Y que razón tenían, en todos esos maravillosos veranos que pasamos en el pueblo de mis padres, hubo bastantes caídas, con sus chichones, cortes, y algo de sangre…pero por suerte, todo se arregló con vendas y tiritas.
Días después, el primo José conducía su vieja bicicleta BH de la época, y Santi
iba de paquete en la parte trasera, cuando pasaron junto a la tapia del cementerio del pueblo.
-¿ Has visto alguna vez los huesos que sacan de las tumbas, cuando pasan muchos años? – preguntó el primo José.
– ¡Venga ya ! … eso tengo que verlo.- respondió muy sorprendido Santiago, al escuchar lo que su primo le decía.
– ¡No pises tantos baches José ! …que me estoy clavando los dientes en la pierna. – exclamó Santi, que continuaba de paquete en la bici de su primo,pero esta vez llevando dentro de una bolsa de plástico, y entre sus muslos, algo qué se le clavaba a veces en estos, por el incesante traqueteo con el que José conducía la bicicleta.
En uno de esos vaivenes, conductor y acompañante, terminaron rodando por el suelo, y a la par con ellos, saliendo de la bolsa de plástico, una amarillenta calavera con cuatro dientes les acompañó en la caída.
– ¡ Rápido … guárdala ! – exclamo nerviosamente el primo José.
Se habían ido a caer justo frente a la Iglesia del pueblo, donde un par de abuelillas estaban a punto de entrar. Escuchando tal alboroto a sus espaldas, estas giraron la cabeza para poder observar tan lamentable espectáculo. Una bicicleta por el suelo, un par de niños magullados y sacudiéndose el polvo de los pantalones. Uno de ellos, llevaba una vieja bolsa de plástico con algo dentro.
– ¡ Van como locos ! – dijo acalorada una de las ancianas mirando a la otra.
– ¿ Y vosotros de quién sois ? – preguntó la otra abuela, mientras el par de críos haciendo caso omiso reanudaban la marcha.
– Vaya juventud … ¡ esto con Franco no pasaba ! – dijo una abuela.
– Desde luego que no – murmuró la otra, mientras las dos se internaban en la oscuridad del templo para escuchar la misa.
siempre recordaré con cariño aquellos años de la infancia en aquel pueblo Castellano de la Tierra de Campos, donde no parábamos de soñar despiertos como críos chavales que eramos, disfrutando de miles de aventuras.
Debo decir al lector, por si se siente ofendido de aquella travesura infantil, que la calavera con sus cuatro dientes fue devuelta al montón de huesos que reposaban al aire libre, en un patio dentro del camposanto.
Debo decir que también guardo ciertos recuerdos amargos, y sobretodo sufridos en aquella tierna infancia.
Después de una larga enfermedad, a finales del verano de aquel año, mi abuelo Prudencio por parte de mi padre, falleció. Por aquellos años y más en los pueblos,el cadáver era velado en el domicilio familiar, como con mi abuelo fue el caso.
La família estaba reunida en una sala de estar de la casa de mi tía Aurelia. Reinaba un profundo silencio roto a veces por los sollozos de la tía y de mi abuela María Juana. La tristeza y el agobio que sentía allí, me hicieron abandonar dicha sala, para poder respirar. Ya en el largo pasillo, me dirigí al servicio, cuando pasé junto a un ventanuco que comunicaba con la habitación donde se encontraba el cuerpo de mi difunto abuelo. No pude evitar mirar las sombras que en el techo del pasillo eran originadas por los cirios que rodeaban el féretro. Me acerque un poco más al ventanuco, y colocándome de puntillas miré hacia el interior de la habitación, e irremediablemente me encontré cara a cara con la muerte.
Muchos años después, volví al camposanto del pueblo, esta vez para depositar las cenizas de mi querido padre Prudencio en el panteón familiar.
La vida a veces te clava los dientes en la carne, como aquellos cuatro dientes en mi niñez.
FIN
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