Me desperté de un sobresalto, empapada en sudor. Miré mi reloj en la mesita de noche, eran las tres y media de la madrugada; hora española. Ya estábamos en el uno de noviembre; Día de Todos los Santos.

Sentí un hambre feroz a la vez que tenía mucha sed. Me levanté, algo desorientada y salí al pasillo. Me sentí en un lugar desconocido, al mismo tiempo que, sabía claramente, que era mi casa. Fui, directamente a la cocina, donde me preparé un café con leche bien calentito y lo tomé con dos paquetes de galletas. Comía como quien no hubiera probado bocado en días. Sin embargo, hacía solamente dos horas que había tomado un café con tostadas, antes de acostarme.

Cuando terminé, me fui al salón. Entré como si nunca hubiera estado allí antes. Mi mirada se paró en los muchos portar retratos, colocados sobre la mesa del comedor. Me conocí a mi misma en muchas de aquellas fotos. También a mi madre y mi padre. Mis suegros también estaban allí. Así como mis hijas y mi esposo. Decidí volver a la cama e intentar dormir un poco.

Estaba en un duermevela cuando sonó el teléfono. Era mi hermana con la triste noticia; a mi padre, le había parado el corazón.

Hacía diez días que se encontraba ingresado en un hospital. Le habían diagnosticado agua en uno de los pulmones. Al día siguiente de su ingreso, le intervinieron y le colocaron un drenaje. Pero, su cuerpo de ochenta y cinco años comenzó a deteriorarse y rechazó al tratamiento. Las complicaciones llegaron en seguida; fallo renal, infecciones aquí y allá… Al final, una parada cardiovascular puso fin a su sufrimiento.

Cuando escuché la voz llorosa de mi hermana, supe de inmediato, que me llamaba para confirmar lo que yo ya sabía. Había despertado en el justo momento de su partida. Ya no comía ni bebía desde hacía mucho tiempo. Le habían entubado para alimentarlo. Su agonía y sufrimiento habían llegado a su fin, para dar inicio a mi dolor.

En mi memoria, volvieron imágenes de mi juventud, cuando mi madre me decía: “Vete visitar a tu abuelo, ya está muy mayor y luego partirá.” Sé que mi madre me decía esto porque siempre ha sido muy sensitiva y sabía lo que estaba por venir. No tardó para que mi abuelo muriera antes que yo pudiera despedirme. Sufrí mucho con su partida.

Algo similar pasó con mi padre. La última vez que le abracé, fue en mi matrimonio, hace veinte años. En todo este tiempo, nacieron mis dos hijas, las cuales, él no llegó a conocer. Antes que la sordera se adueñara de su sistema auditivo, hablábamos por teléfono y él siempre me preguntaba cuando le llevaría las nietas para conocerles a él y a mi madre. En las tres veces que intenté ahorrar para el viaje, el destino me jugó malas pasadas. Primero, fueron los celos y temor de mi esposo en que no volviera a España. Después, un accidente automovilístico, donde mis hijas, mi suegra y yo misma, volvimos a nacer. Y, por último, un accidente de moto de mi esposo. El remordimiento me carcomía el alma.

El dolor. ¡Ay! Este dolor que comienza a oprimir el corazón y dificulta la entrada del aire en los pulmones. Este dolor que existe y persiste a todas horas del día o de la noche y que no se saca del pecho en un día, una semana, un mes, un año… Ya no había alegría en mi mirada, ni ganas de caminar. Mis hijas me abrazaban y compartían mi dolor. Fueron ellas quienes me secaron las muchas lágrimas que insistían en abrir paso por mis mejillas.

Después de dos días de la muerte de mi padre, llamé a mi madre. Quería saber cómo estaba y me sorprendió lo tranquila que parecía su voz, dándome ánimos.

—No llores por tu padre, hija —me dijo—. Seguro que ahora está en un lugar mejor. Ha sufrido mucho, durante mucho tiempo.

—Pero, me duele pensar que estuvo esperándome durante veinte años —le contesté—. Siento que le he fallado.

—Sabe, desde hace mucho tiempo, su cabeza ya no funcionaba bien. Después del primero derrame cerebral, el alzhéimer avanzó con rapidez. Muchas noches, se despertaba mojado y yo tenía que cambiarle la ropa de cama y el pijama. Y a cada pequeño derrame que sufría, el alzhéimer iba a más. Ya no conocía tu hermana desde hace mucho. La llamaba “señora”, y a mí, “madre”. En algunas ocasiones, me preguntó quién era yo.

Hubo un silencio por mi parte y luego pensé que había sido afortunada por recibir su visita en el momento de su muerte.

—Ana, ¿estas allí?

—Sí, mamá, dime.

—Pues esto, hija. Piensa en tu padre como él hombre, padre y abuelo que fue. Y si este dolor persiste, reza por su alma…

Cuando colgué el teléfono, me alegraba pensar que, así como mi padre estaría descansando, dónde quiera de fuera, mi madre también iba descansar. Recordé los buenos momentos que pasé a su lado y la admiración que le prendaba. Sí, había sido afortunada por tenerlo como padre. Y sus nietos, a tenerlo como abuelo.

Su vida no había sido fácil, ya que su madre, mi abuela, le abandonó cuando tenía solo cinco años y él tuvo que aprender a sobrevivir de la caridad de vecinos y parientes. Aun así, supo educar a cuatro hijos y honrar a su esposa, dándole un hogar. No era una mansión, ni había lujos, pero sí amor y respeto.

Hoy, aún con la existencia de este dolor en mí pecho, aprendí a vivir con ello y cada vez que recuerdo a mi padre, le brindo oraciones a su alma. Te amo papá y aquí te dejo este homenaje.

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