Cuando mi madre era pequeña, ella y sus hermanos pasaban los meses de verano en un pequeño pueblo del interior de la provincia de Valencia llamado Campo Azul. Allí se pasaban horas y horas jugando en la calle, montando en bici y haciendo todo tipo de trastadas como arrojar huevos al cartel del nombre del barrio, llamado “Barrio Nuevo”, que tras el impacto de un proyectil justo en la letra ene, paso a llamarse “Barrio uevo”

Pero el momento preferido de mi madre ocurría al caer la noche, cuando los cinco hermanos se reunían en el balcón y ella les contaba historias de miedo
Los hermanos, por orden de edad, eran: María , Antonio, o Toñín como se le conocía cariñosamente, Arturito, Pepita y Pablito.
María ya había tenido alguna experiencia con lo paranormal que le sirviera de inspiración. Una noche, los niños dormían en casa de su abuela, cuando de pronto, mi madre se despertó sobresaltada.
Había sentido una presencia, como si alguien la tocara. Asustada, corrió a despertar a sus hermanos Toñín y Arturo y les contó la historia, pero estos no creyeron ni una palabra.
—Seguro que es otra de tus historias—dijo Arturo—.Vuelve a la cama, no conseguirás asustarnos con eso.
—Te digo que es real—contestó ella— ¿No habéis sido vosotros?
—Estábamos todos durmiendo—dijo Toñin—Y la abuela está en su habitación. Estás empezando a creerte tus propias historias, María. Será mejor que volvamos a la cama antes de que despertemos a los pequeños.
Pero era demasiado tarde, Pablito se despertó y cuando le contaron lo que había sucedido, se echó a llorar. Al cabo de un rato, se calmó y los cuatro hermanos volvieron a la cama, pero ninguno de ellos consiguió dormir bien aquella noche.
A la mañana siguiente, María preguntó a su abuela si había visto algo y dijo que no. A día de hoy, mi madre sigue sin saber qué fue lo que la despertó aquella noche.
Pero volvamos a aquel verano en Campo Azul, los cinco hermanos volvían de una excursión en bici al caer la tarde, cuando pasaron por delante de una casa abandonada y la imaginación de María se disparó.
—Parad aquí—les dijo.
—¿Por qué?—preguntó Arturo, deteniendo su bicicleta.
—¿No lo sabéis?—dijo María que ya se había bajado de la suya—Está era la casa del Conde de Viñedos.—guiñó un ojo a Toñín y este asintió.
—¿De quién?—preguntaron Arturo y Pablito al unísono.
—Del Conde de Viñedos, naturalmente—continuó la niña—.Era un terrateniente muy rico, al que sus hijos mataron para robarle la herencia y desde entonces vaga por este casarón clamando venganza.
—¡Qué miedo!—dijo Pablito.
— ¡Anda ya!—exclamó Arturito—¡Te lo estás inventando!
—Es verdad—corroboró Toñín, que era cómplice—Yo también conocía esa historia. ¿Por qué no entramos al caserón y lo comprobamos?
—No, ni hablar—dijo Arturito.
—¿Tienes miedo?—preguntó María.
—¡Cobarde, gallina, capitán de las sardinas!—canturreó Pepita divertida.
—Está bien—cedió Arturo. María y Toñin se miraron y sonrieron.
Entraron por una ventana rota a lo que parecía la cocina, y nada más poner un pie en la casa oyeron un ruido, lo cual asusto a los niños.
—¡Miau!
—¡Es un gato!—exclamó Pepita.
Todos suspiraron aliviados.
En efecto, se trataba de un minino que Pepita cogió entre sus brazos y bautizó como Bigotes.
Los cinco niños y el felino abandonaron la cocina y pasaron al vestíbulo desde donde una escalinata ascendía al piso superior.
María y Toñin se adelantaron, ascendieron por la escalera y entraron a una habitación del piso superior. La estancia estaba a oscuras pero se distinguía un enorme armario apoyado contra la pared. A María se le ocurrió una idea y Toñín aceptó.
El niño se metió en el armario y cuando llegaron sus hermanos, salió de golpe para asustarles.
—¡Bu!—exclamó en la oscuridad.
Tuvo el efecto deseado: Arturito retrocedió asustado, Pepita dejó caer a Bigotes, qué maulló y se hizo un ovillo en un rincón y Pablito se puso a llorar como hacía siempre.
María y Toñin estallaron en carcajadas.
— ¡No ha tenido gracia!—dijo Arturo, indignado.
—¡Si vieras la cara que has puesto!—dijo María riendo.
Entretanto Pepita había recuperado a Bigotes y trataba de calmarlo, pero de pronto las risas cesaron y el gato volvió de nuevo a escaparse. Una misteriosa voz procedente del piso de abajo gritaba:
—¡Hijos! ¡Hijos!
—¿Qué ha sido eso?—preguntó Arturito, asustado.
—¡Es el fantasma de Viñedos!—dijo Pablito que había dejado de llorar.
—No digas tonterías. —dijo María.—El fantasma no existe, me lo he inventado.
—¡Ajá!—exclamó Arturo—.Lo sabía.
El niño comenzó una perorata contra su hermana y sus historias mientras la misteriosa voz continuaba sonando: “¡Hijos, Hijos!”
Pero María no le escuchaba, estaba preocupada ¿Y si la historia qué se había inventado se convertía en realidad? No era la primera vez que se enfrentaba a algo que no entendía, ya le había sucedido con anterioridad, en casa de su abuela. ¿Y si los fantasmas existían de verdad?
Entonces oyeron como alguien o algo subía los escalones, mientras no dejaba de llamar a sus hijos. María, asustada, se agarró al brazo de Arturo, que había enmudecido de golpe.
—Un momento—dijo Toñin, cuando el extraño ya había terminado de subir la escalera—Esa voz…
— ¡Es papá!—gritó Pepita.
Y los cinco hermanos se abalanzaron en los brazos de su padre, que en ese momento entraba en la habitación.
—Pues claro que soy yo—dijo el hombre, contrariado— ¿Se puede saber que hacíais en la vieja casa del Tio Emilio a estas horas?
—¿Del Tío Emilio?—dijo Pablito—¿Esta no era la casa del Conde de Viñedos?
—¿De quién…? Esta era la casa del Tío Emilio, que murió hace años y que sus hijos no consiguen vender. María, ¿Ya has estado contando historias a tus hermanos otra vez?
La niña se encogió de hombros, culpable.
—Ay…—Suspiró el hombre— ¡Tirando para casa!
— ¿Podemos quedarnos a Bigotes, papá?—preguntó Pepita.
Y se marcharon de allí con el gato. Más tarde, Arturito se dirigió en privado a su hermana mayor:
—Antes, cuando Papá subía las escaleras, me agarraste el brazo con mucha fuerza. ¿Estabas asustada, eh?
—Ah, eso. Estaba fingiendo para asustaros a vosotros.
—Ya, claro.
Así eran los veranos en el “Barrio uevo”. Por suerte, con el paso de los años, mi madre abandonó la costumbre de contar historias de miedo. Porque si no ni mi hermano ni yo hubiéramos podido pegar ojo…

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