El tren desperezaba campos sembrados de sangre y sal. Cada uno de aquellos paisajes gritaba hambre y ocultaba restos de metal y carne. De tragedia y guerra.

Bajaba de Teruel. Había dejado la masía porque su madre insistía en que necesitaba noticias. Sus hermanos cuidaban ganados en aquellos pueblos que aún conservaban cultivos y mantenían a raya el hambre que consumía todo el país. Salvador estaba agotado. Con apenas veinticinco años había luchado y pagado con cárcel la culpa de tener edad para ser reclutado y defender un país que, en retribución, lo condenaría por años a la miseria.

El más mayor, Justo, tendría ya catorce años. Marcos habría cumplido doce en abril. Presos de una niñez en plena Guerra Civil, con padre y dos hermanos en bando republicano, la solución al hambre fue mandarlos a trabajar a Valencia en cuanto acabó la guerra y alejarlos de la tristeza de un hogar con tres hombres en la cárcel.

A pesar de las dudas de su madre, ellos estarían bien. Ese miedo clavado siempre en las venas de las mujeres… Estaban en la tierra del arroz. Comerían queso y algún pedazo de carne si había suerte y se moría algún animal. Mejor que en casa donde la ruina y la guerra habían arrasado los campos. Antes de marcharse, Marcos y Justo habían marcado junto a la puerta su altura, para que su madre los recordara de pie, espalda contra la pared y la sonrisa en la boca, cada vez que la mirara.


-Mamá, el primo Manu tiene un amigo del cole que dice que es familia nuestra. Se llama David. Su abuela María es prima o algo… de papá.

-¿Familia? No sé… ¿Y quién dices que es?

María, la prima de mi marido. Su nieto tenía la misma edad que mis gemelos y el hijo de mi hermana. Aunque hacía tiempo que no nos veíamos, mi suegro la adoraba.

Menuda coincidencia.

Su nieto y mis hijos no se habían conocido por los escasos encuentros familiares sino a través de otra línea, en la puerta de un colegio en Valencia.
Y desde ese día, el nombre de David quedó para los niños como una pieza más del engranaje familiar. Como si una mano invisible fuera reparando los hilos de un tapiz roto por el tiempo y la distancia.



Llegó entumecido, no tenía costumbre, las marchas siempre las hacían sus pies. El tren era un lujo innecesario en el que su madre se había empeñado. Sacó el papel con las señas y encontró quien le indicara. Salvador saboreó algo distinto en el aire, quizá algo menos de miseria. De camino encontró tierras labradas y animales en los abrevaderos. Las heridas de la guerra dejaban de sangrar primero, siempre, junto al mar.



– ¿Eres María?
-¿Susana? ¡Hola! La voz al otro lado del teléfono resultaba familiar, pero no recordaba haberla conocido. El tono y el brillo eran parecidos a los de su madre, también María, y con quien sí había tenido más relación.
-Mis hijos dicen que David los ha invitado a pasar el fin de semana, pero no han
contado contigo ni conmigo. Han hecho planes por su cuenta.

María seguía riendo al otro lado.

-No te preocupes por nada. Mándalos sin problemas, estaré encantada. Además, esta coincidencia hay que celebrarla.


Mientras caminaba se dejaba cautivar por la esperanza. Quizá habría sitio para todos en aquella tierra. Quizá era el momento de cerrar la masía y acercarse al mar, ahora que sus hermanos tenían un trabajo y un techo donde cobijarse. Podrían apresar aún la esperanza de una juventud sin miseria. Miró los corrales donde aquella mujer mal carada le había dicho que los encontraría, trabajando. No tenía miedo de las caras hurañas, lejos de casa nunca encontró otra cosa. Se habían acabado las penurias y en aquel pueblo de huertas y prados podrían empezar juntos una nueva vida.

Abrió la puerta del corral y la ilusión se le volvió negra, helando las ideas recién germinadas. Sus hermanos estaban ordeñando después de un día entero de pastoreo, preparándose para horas de trabajo haciendo queso.

Sucios, harapientos y tan delgados que la piel se les transparentaba. Deseó por un momento que no fueran ellos, pero al verlo corrieron hacia él. Los ojos hundidos lo miraron como un héroe. Su hermano mayor había venido a salvarlos.

Durmieron sobre la paja después de la única comida que se les permitía al día, un tazón de arroz cocido. Se negó a comer con sus hermanos, temía que si compartían el poco alimento con él, no tuvieran fuerzas para llegar hasta el tren al día siguiente. Los llevaría a casa. Al menos la miseria, que fuera entre los suyos.

Salieron al amanecer. Los pequeños contentos de que alguien los cuidara, Salvador maldiciendo al mundo entero. Preguntándose por qué sufrían el castigo de una niñez tan corta y una juventud tan dura. Ya en casa, muchas horas después, las muescas en la pared de cal serían testigo de que ninguno de los dos muchachos había crecido ni un solo centímetro en aquellos dos años.

-Han vuelto a comer en tu casa
¡No dejes que abusen!

La risa de María brilla a través del teléfono

– Me encanta tenerlos cerca- me dice.

Han pasado varios años y los gemelos han crecido. Este curso viven en Valencia, van a la Universidad. Siguen siendo inseparables de aquel familiar lejano que conocieron por casualidad en la puerta de un colegio.

Cuelgo el teléfono y miro las fotos. Una frente a la otra, Marcos y Salvador contemplan, al otro lado del aparador, la imagen de la comida familiar donde los nietos del uno y los bisnietos del otro juegan a la pelota, lejos de aquel mundo donde la educación, la música, la alegría y el futuro eran un lujo tan imposible. Reencontrados en un tapiz invisible, unidos por hilos de afecto, mucho tiempo después de que ellos ya no estuvieran allí para verlo.

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