El taller de tonelería de mi abuelo

El taller de tonelería de mi abuelo

Todavía recuerdo el taller oscuro y casi siniestro de mi abuelo Gabriel. Al fondo y en la semioscuridad guardaba las tablas y hierros destinados para fabricar las barricas para guardar el vino. Estaba situado en una calle estrecha del pueblo, detrás de la estación de trenes y para cruzar había que esperar a que el oficial de turno nos diera la orden para poder pasar la vía.

Antes habíamos dejado la calle principal del pueblo, el PASEO DE SAN FRANCISCO, por un lado sus modernos edificios y por el otro los chalets con sus jardines repletos de hortensias azules y sus suelos cubiertos de piedrecillas blancas.
Sus árboles repletos de hojas muy verdes que servían para cobijarnos de los rayos del sol durante la estación veraniega y de la lluvia los de otoño e invierno.

Era un trabajo muy duro , pero mi abuelo tenía una especial habilidad para ejercer este menester, bien por la costumbre o por su nata habilidad. Con la ayuda de un cincel moldeaba las barricas a mano y luego a base de golpes de martillo colocaba los aros de hierro que sujetaban las cubas.

La tonelería era el segundo trabajo de mi abuelo, pues por las mañanas hacía de celador de arbitrios.

A mi querida madre se le partía el corazón al ver a su padre con tan duro trabajo. Muchas tardes íbamos a visitarle. En cuanto llegábamos dejaba de golpear su martillo y se le notaba se ponía muy contento con nuestra visita. Nos besaba rozando nuestra cara con aquel su bigotillo cano y nos transmitía parte de su energía.
Aunque era de complexión delgada, tenía la suficiente fortaleza para poder ejercer tan duro quehacer. En aquel momento debía tener unos 60 años y su pelo era canoso con abundantes entradas que las tapaba con su boina negra ancha.

En cuanto pisábamos el taller cruzaba al bar de enfrente y compraba un par de limonadas.
Mi madre con el fin de que no gastara le decía que no teníamos sed, pero él como era una persona muy generosa y su mayor placer era poder invitar, cogía los dos botellines y vertía su contenido por el suelo. Así que ya sabíamos había que aceptar su invitación si no queríamos que la limonada fuera a regar el suelo.

Aparte de trabajar mucho y tomarse algunos chiquitos con sus amigos, lo recuerdo por la noche en su cama con un libro entre sus manos y un cigarrillo. Esa costumbre la heredaron sus hijos. Le hubiera encantado tener un hijo con título universitario, pero en aquellos tiempos era impensable. Solamente podían estudiar los hijos de familias muy adineradas.

Sus hijos varones salieron tan habilidosos como mi abuelo y fueron emprendedores, montando primero un taller de cepillería, al principio en un local bastante simple, pero unos años después consiguieron instalar una nave industrial más grande e innovadora.

Las mujeres de mi familia fueron también emprendedoras y con muchos deseos de salir adelante de aquella vida que habían recibido.

Así que tres de ellas emigraron a Venezuela, allá por el año 1954, cuando en esa época Venezuela era rica y pacífica. Gobernaba el País el dictador Pérez Giménez y aunque para sus habitantes no fue un buen presidente, pues se hablaba de orgías y despilfarros en la Isla de Orchilla, etc.. Sin embargo para los emigrantes fueron unos años de paz y prosperidad, lo que les permitió volver a sus países con algún dinero ahorrado.

La que escribe esta historia era jovencita en aquellos momentos, apenas tendría unos 15 años, pero todavía recuerdo acompañar a mi familia al puerto de Barcelona, cuando embarcaron en el «Conte Biancamano» y allí sobre una plataforma instalada en las inmediaciones del puerto, con nuestros pañuelos blancos agitados al viento, simulando gaviotas revoltosas, con nuestras lágrimas recorriendo el rostro, dábamos la despedida a nuestros héroes, aquellos valerosos, hombres y mujeres que supieron adentrarse en aquella nave enorme para surcar las aguas inmensas del océano y permanecer allí encerrados durante 15 días de travesía, sin ver tierra y a lo mejor muchos de ellos para nunca más volver. Solamente un par de escalas para entretenerse con la compra de algún regalito para la familia y luego retornar al mísero camarote, donde tenían que compartir techo con otras tres personas más, a las que nunca habían visto.

De aquellos que emigraron unos tuvieron más suerte, pues pudieron volver a su querida patria y con los suyos, pero otros por las circunstancias económicas de la bajada del bolívar y otras calamidades como enfermedades que contrajeron, desestructuración de la familia, etc.. y otros motivos no pudieron hacer realidad su sueño dorado.

Mi familia gracias a Dios pudo volver y compartió con nosotros el resto de sus vidas, sin apuros económicos, gracias a Venezuela y aquella aventura que tuvieron el valor de compartirla.

CAMAROTE

F I N.

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