Antes del alba, timbró el teléfono. Era Alejandro pidiéndome llevar la niña al parque. No le entregarían el carro y debían viajar en tren. La tristeza acentuó mi soledad: anteriormente paseábamos los tres; en aquel momento, separados, él tenía su custodia los fines de semana, por mandato legal.
─Hija, ¡levántate! Es sábado y debes estar con tu padre ─le dije, encendiendo la luz.
─ ¡Ay, mamá!, papá vendrá tarde. Debe recoger el campero en el taller.
─Él llamó para decir que viajarán en tren. Te debo llevar caminando hasta el parque. ¡Levántate!
La fría madrugada nos recibió saturada de blanquecina opacidad; emulación ambiental de mi quebranto. Los vehículos que venían hacia nosotras, de lejos solo se percibían por su sonido, y por el fulgor amplio y difuso que sus faros proyectaban en la niebla. A medida que se acercaban, esa aureola acrecentaba su resplandor y se iba bifurcando: un halo alrededor de cada foco de luz que, paulatinamente, aumentaba el brillo y reducía el tamaño en torno a su fuente. Al alcanzarnos, los halos desaparecían como absorbidos por las farolas, que ahora se apreciaban con nitidez; y, solo entonces, los automotores se podían ver con claridad.
En el parque, Alejandro nos esperaba sentado en nuestra banca habitual de encuentro, al otro lado de la calle.
─ ¡Papá!, ¡papá! ─Lo llamó la niña en voz alta.
Su padre extendió los brazos en actitud de espera para abrazarla. Ella corrió a su encuentro a través de la vía. En ese instante oímos acercarse un automotor. Alarmada, corrí a protegerla, mirando en todas las direcciones sin lograr ver ninguna luz; ni difusa, ni de farolas definidas. No vacilamos un segundo para abandonar la vía; mas fue inútil: de súbito, un automóvil gris claro con las luces apagadas salió de la niebla y se vino sobre nosotras. Ambas volamos por los aires. El vehículo enredó la bufanda de la niña, le produjo un fuerte tirón cuando aún rodeaba su cuello, y se la arrebató.
Alejandro corrió desesperado tras el carro, que rechinaba frenando, en tanto nosotras dábamos volteretas en el aire. Vio la cara del culpable y cruzaron sus miradas; pero este aceleró y huyó, mientras la bufanda, prendida al auto, ondeaba su adiós.
La carga emocional de aquellos instantes fue infinita. Ese auto, esa cara, esa mirada, la bufanda despidiéndose y la niña y yo por los aires, quedamos cincelados para siempre en la memoria de Alejandro; y fusionamos todos sus ahíncos vitales en uno: castigar con la ley del talión al causante de la muerte de la hija.
Entre tanto, a nosotras, mientras volábamos, la paranormal fuerza psicológica del momento más traumático de la vida, la muerte, nos unió en un solo ente. La sensación fue inexplicable y sublime. Evocó la transformación inversa a la de los halos de los faros de los carros, cuando estos se acercan en la niebla; semejó la de los halos de sus faros, cuando los carros se alejan reversando en ella.
Mi nena y yo, éramos dos vidas nítidamente diferenciadas cruzando la niebla. El auto nos lanzó por los aires. La inminencia de la muerte desdobló nuestros seres. El desdoblamiento nos permitió percibir el aura vital: un resplandor inmaterial, indefinible y difuso, expandido alrededor de nuestros cuerpos, como irradian los halos alrededor de los faroles encendidos cuando hay niebla. Nuestras auras se fundieron en una más rutilante. Ambas sabíamos que perder el aura significaba perder la vida. Ella la perdió, desencarnó; pero su aura, en espiritual simbiosis, pasó a coexistir en mi ser, aunada con la mía.
Nuestra relación con Alejandro se renovó. En el sanatorio, nosotras le confiábamos la felicidad que entraña vivir con doble espíritu. Siempre se está acompañadas. La sinergia de las almas juntas multiplica las facultades psíquicas y espirituales. Nuestro amor por él ahora era expandido, y nos sentíamos dichosas: nadie puede estar mejor, que quien puede abrigar amor multiplicado. Alejandro guardaba dudas acerca de la convivencia de nuestras almas, temía que tal afirmación solo fuera un indicio de falta de cordura y nos amparaba con amorosa condescendencia.
Vehemente, él nos expresaba sus ánimos de venganza. Sentado en nuestra banca del parque esperaba diariamente el paso del carro gris. «Los criminales regresan a los sitios donde realizan sus fechorías; el infanticida pasará por acá», pensaba. Nosotras escuchábamos sus tribulaciones, pero desaprobábamos el asesinato y evitarlo era nuestra imperiosa necesidad.
El coche gris tardó pocos días en cruzar de nuevo por la calle del accidente. Alejandro rastreó al culpable. Determinó sus rutinas y horarios; y ubicó sus sitios de residencia, trabajo y esparcimiento.
Los sábados, antes del alba y después de ingerir licor, el rastreado caminaba por calles desoladas hacia el parqueadero de su auto. «En el momento del accidente tenía los ojos enrojecidos», recordó Alejandro; y comprendió que, como todos los sábados, en la madrugada del de la ignominia, el irresponsable conducía embriagado. Dilucidar este hecho azuzó sus ánimos de venganza. Decidió, entonces, acecharlo en las noches y madrugadas de sus días de juerga, en busca del momento oportuno para proceder. Nosotras le manifestábamos nuestro desacuerdo, pero su rencor estaba por encima de nuestras súplicas.
Para la ejecución del plan, Alejandro debía visitar la casa materna. De allí debía tomar el revólver de su difunto padre. Estaba dispuesto a vengarse, así pasara media vida en la cárcel o se convirtiera en fugitivo para siempre. La capacidad de disuadirlo no parecía estar entre nuestros talentos.
Un viernes, a medianoche, telefoneó alterado y dijo:
─ ¡No pude! ¡No pude!
─No entiendo ─advertí.
─Sí, no pude ─agregó Alejandro─, cuando tuve todo dispuesto, pasé a recoger el revólver de mi padre, y lo hallé cubierto con la bufanda de la niña.
─ ¡Santo cielo! Ahora comprendo ─dije.
─ ¿Tú…? ─Preguntó extrañado al no oírme decir “nosotras”, como ya se había habituado─, ¿qué comprendes?
─Sí, yo ─afirmé segura─, esta misma noche, en medio de una paz indescriptible, el espíritu de nuestra niña me abandonó, y trascendió a esperarnos en el existir eterno.
FIN.
OPINIONES Y COMENTARIOS