Aún no ha amanecido cuando un leve sonido hace que me remueva en la cama. Mi padre intenta vestirse en silencio para salir hacia su trabajo —la obra— y chasquea la lengua repetidamente con el cielo de la boca para que no llegue a despertarme.
Oigo cómo la lluvia cae fuera en el patio ya inundado y dentro, en forma de cadenciosa gota sobre el agua acumulada en un cubo de zinc, colocado bajo una insistente gotera. Hace frío e intento refugiarme acercándome más al cuerpo de mi madre y de mis tres hermanos, todos dormidos en la cama de matrimonio. Ella parece intuirlo y extiende sus brazos para acogerme entre ellos. Bajo la humedad de las mantas noto el calor humano. Es el único del que disponemos. El único que sirve. El mejor.
Antes de salir, mi padre ha recogido el canasto con su comida y se inclina sobre la cama para besar la cabeza de mi madre, la de mis hermanos y la mía. Son las seis de la mañana y mi padre regresará hacia las seis de la tarde. Sale de noche y no vuelve hasta caída la tarde.
Huele a pan tostado con aceite y azúcar, y a café. Mi madre prepara el desayuno para nosotros antes de salir hacia la escuela. Ahora el pequeño es el único ocupante de la cama y aún duerme.
Decía mi madre que era un milagro que yo siguiera vivo. Me gustaba oírla contar que cuando todavía no había cumplido un año, un día de lluvia, el techo de la habitación se desplomó mientras ella se encontraba en el patio y yo dormía en la cuna. Los vecinos del corral acudieron al instante para intentar rescatarme de entre los escombros y me encontraron incorporado, sonriendo y completamente cubierto de suciedad, en el único espacio que había quedado entre las vigas de madera.
Sorteando los charcos del patio salimos a la calle para caminar hasta la escuela. Ha dejado de llover. Mi madre y el pequeño quedan en casa. Nosotros volveremos a la hora de comer.
Nos agolpamos junto a la puerta de entrada de los niños “sin recursos” —como nos llaman—. Mi escuela es religiosa y durante toda la jornada los curas nos recordarán cuarenta mil veces que Dios es bueno, que es justo y que todo lo ve. Yo pensaré que si es cierto que todo lo ve y no hace nada, no puede ser ni bueno ni justo. También dirán otras tantas veces que los pecadores aquí en la Tierra, serán sometidos a un Juicio Final y yo volveré a preguntarme por qué mi familia sufre ya una dura condena cuando ese Juicio Final está aún por celebrarse.
En una ocasión le pregunté a Don Juan —un profesor que no era cura—, por qué Dios permitía que mientras alguna gente no tenía para comer, otra podía permitirse el lujo de despilfarrar. Su respuesta fue inmediata: “Yo no lo sé hijo… A ver si tú, cuando seas mayor, consigues averiguarlo porque yo
nunca he podido.” Al menos fue sincero…
Una vez peleé con varios niños hasta conseguir de una bolsa de Cáritas una hermosa y reluciente naranja para mi padre y cuando se lo conté orgulloso mientras se la entregaba, rompió a llorar.
Mi madre nos recibe con un beso y con la mesa puesta. Puchero de garbanzos bien caliente, con flotantes hojitas de hierbabuena. “Yo ya he comido” dice siempre. Ya está recogida la cama plegable donde duerme mi padre y hay algunas prendas húmedas sobre los respaldos de las tres sillas. El cubo de zinc está vacío y mi hermano pequeño juega sobre la cama.
Decían mis tíos que mi madre era muy hermosa, que cantaba muy bien con una voz preciosa, y que bailaba como nadie las canciones de Machín. Si yo pudiera le compraría un televisor como los que hay en los bares para que pudiera bailar y cantar cuando estuviera a solas; pediría que cuando se lo trajeran le entregasen también dos gardenias que borraran de su cara para siempre esa expresión de tristeza.
Frente a la ventana está su silla de enea y su canasto de mimbre con algunas prendas. Es la silla que utiliza siempre para remendar nuestra ropa y repasar su único vestido que utiliza solo para las ocasiones especiales. Algún día le compraré un vestido nuevo de los que mira en los escaparates de las tiendas. Cuando me acompañó al colegio el primer día, se puso su vestido, se maquilló y era la más guapa de todas las madres.
Hace tiempo me preguntó si me gustaba jugar al fútbol y le respondí que sí. Después desvió su mirada hacia mis únicos zapatos, miró a mi hermano pequeño, me acarició el pelo y siguió con sus cosas. Mi hermana pequeña heredaba los zapatos de la mayor y los míos serían heredados por el pequeño… si resistían. Desde ese día dibujo mientras mis amigos juegan al fútbol durante el recreo.
Son casi las seis de la tarde cuando regresamos de la escuela. Mi padre está al llegar. Siempre lo hace muy cansado y mientras se asea, mi madre nos invita a salir al patio con ella.
Los niños cenamos mientras mi padre aprovecha para extender su cama plegable. Mi madre dice que ya comió algo mientras preparaba la cena y mi padre que cenó antes, cuando estábamos en el patio. Después de un rato mi madre nos reclamará junto a ella bajo la humedad de las mantas antes de apagar la luz. El cubo de zinc ya está colocado bajo la gotera.
Mañana muy temprano, un tenue sonido me despertará y volveré a refugiarme al calor de mi madre. Después, en el colegio, observaré buena conducta para que mis padres se sientan orgullosos de mí y cuando los curas nos hablen de Dios, de su bondad y de su justicia, volveré a preguntarme una vez más qué pecados habremos cometido nosotros…
***FIN***
Fotografía del Libro de Familia (Año1969)
Música: Dos Gardenias (A. Machín)
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