Hace dos años murió mi padre. De él he heredado el pelo, la melancolía, los gestos y los ojos. Mi padre era un hombre moreno y atractivo que albergaba cientos de planes en su cabeza elegante. Tenía una estrella, decía, y leía el Tao Te Ching.

Se crió en Barcelona con una tía carnal, de nombre Emilia, hermana de mi abuela Marina. La Emilia tenía un affaire con un tipo casado y con dinero. Para nosotros, pequeños ignorantes, siempre fue el tío Manolo. Un hombre con gruesos principios reaccionarios que tenía, casi siempre, encerrado a mi padre en el piso de la tía y solo lo dejaba salir para ir al colegio, a partirse los dientes con una espada de madera. A pesar de todo, mi padre jamás habló una mala palabra del benefactor y lo recordaba con un aprecio que yo jamás entendería. Para él simbolizaba la burguesía barcelonesa. Del falso tío Manolo conservamos una silueta de cartón piedra con su fotografía y un grabado maravilloso, que ilustró a los catorce años, con distintas caligrafías a color.

Cuentan que esta tía Emilia fue asesinada por su propia familia, un verano que fue al pueblo de vacaciones. Tal vez por envidia, por codicia o por celos. Se dice también, que fue la amante del marido de su hermana Vitorina. Sea como sea, lo del fratricidio lo hemos sabido hace bien poco, como lo del falso tío Manolo.

Mi tía abuela Emilia jugaba al poker en los antros de Barcelona de los años treinta y cuarenta, fumaba con boquilla y lucía largas batas japonesas en la intimidad. Usaba sombreros de seda y tenía un porte moderno y aristocrático. Era una mujer atroz que, de pequeña, me infundía bastante respeto.

Mi abuela Marina se quedó viuda muy joven con dos hijos pequeños. Mi abuelo fue asesinado en una contienda, recién declarada la guerra, en agosto del 36. Era líder de un grupo cenetista en Pasajes de San Juan. Tristemente no sabemos dónde están sus restos.

Nunca se casó con mi abuela Marina por sus creencias libertarias y tenía tanta fuerza en los dientes, que era capaz de voltearla por los aires, ceñida con un cinturón. Según la creencia familiar, ésto de dar vueltas a la parienta por los aires, con la boca, era la mayor demostración de amor posible.

La Marina se vio sola y pobre. Nadie, tampoco la CNT, le ofreció ayuda o pensión; así que emigró en un barco a La Rochelle. A la vuelta, tuvo que dejar al Pachi, mi padre, en Barcelona, para poder trabajar ella en la vida. El Pachi siempre arrastró una erre francesa, que le daba cierto prestigio y adornaba su grave y persuasivo timbre.

-Madgre- decía.

-Va te promener dans la route!- contestaba la Marina en un francés navarro, cuando quería decir: déjame tranquila, por ejemplo.

El Pachi era comerciante de telas y puertas, astrónomo aficionado e inventor. Los inventos del mi padre nacieron todos del arte del apaño. Todas sus enfermedades eran por frío o por nervios. Se fabricó un chaleco con bolsillos enormes donde ponía bolsas de agua caliente para paliar los rigores del invierno. Lo llamaba “el escapulario”.

Debajo del chaleco llevaba camisetas de madera, es decir, de felpa muy gruesa, y marianos. Sobre los marianos se calzaba los pantalones de lanilla y por encima de todos estos embozos, se refugiaba en la bata más gruesa del mercado, como el que se guarda en un armario blindado. De tal manera que cuando se tumbaba en el sofá, así ataviado, necesitaba la ayuda de una grúa para desencajarlo.

Mi padre siempre defendió la cinta aislante por encima de todas las cosas. Pegaba las patillas rotas de las gafas con cinta, se pegó el teclado del ordenador con cinta a la bicicleta estática para hacer ejercicio mientras estudiaba las fulguraciones del sol; apañaba cacharros rotos, marcaba llaves, arreglaba cables despellejados con cinta aislante. Hacía diseños, componía aparatos de radio y pequeños electrodomésticos; en fin, que un rollo de cinta para mi padre era como un tesoro. Creo que a la base redonda de cartón donde va enrollada la cinta, también le daba alguna utilidad. ¿O era mi madre quien la usaba de molde para hacer rosquillas?

En casa se aprovechaba todo; ésto era la base de la economía familiar.

Mi madre hacía servilletas con los retales de las cortinas. El tejido era muy basto y nos arrancaba el bigote mejor que cualquier depilatorio. Yo frotaba y frotaba mi insolente bozo con aquellos paños y se me ponía la cara en carne viva.

En las suelas de los zapatos nos aplicaban (esta vez no era con cinta aislante sino con pegamento de contacto) trozos de revestimiento de puertas; otro de los grandes inventos de mi padre para fomentar el ahorro y el apaño.

“No tire usted sus puertas viejas. Nosotros se las revestimos con P.V.C. color sapelli o caoba. Este material es lavable y eterno. Usted se morirá antes que su propia puerta.”; rezaban los folletos de propaganda que repartíamos por toda la ciudad. Los papelitos también decían: “Al contado o a plazos sin recargo. Solo por 600 pesetas la puerta”. Cuando los clientes acudían al reclamo, debíamos decirles que este precio tan bajo, no incluía los marcos, las molduras, las manivelas, ni la colocación de las puertas. Es decir que usted tenía que traer su puerta vieja y aquí le hacíamos el milagro de la eternidad, sin vender el alma de su puerta al diablo.

Mi padre cada mañana indefectiblemente se colocaba delante de su telescopio (muchas veces arreglado con cinta aislante) y dibujaba a mano el sol; con sus fulguraciones y manchas cambiantes. Su perseverancia y la precisión de sus observaciones le granjearon un lugar apreciado entre los astrónomos. Tenía numerosos contactos con astrofísicos y publicaba en revistas internacionales. También dictaba conferencias, con los pantalones medio caídos, para gran vergüenza de mi madre. Seguramente quiso romper la tradición de los dientes y los cinturones, porque era un alma demasiado sensible.

El Pachi.

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