Una vida en mil palabras

Una vida en mil palabras

Mildred Amaya

21/11/2016

Corría el año 1956 y en Bucaramanga, la llamada ciudad bonita o ciudad de los parques, mi abuelo Gildardo y su esposa, mi abuela Maritza, acababan de tener un hijo, decidieron llamarlo Enrique.

Aquellos eran tiempos difíciles, el país se encontraba sobrellevando el inicio de la violencia luego del bogotazo en 1948, cuando asesinaron a Gaitán. El general Rojas Pinilla se había tomado el poder en 1953 y había impuesto una dictadura con el objetivo de pacificar Colombia.

Bucaramanga no era ajena a la situación de violencia que vivía el país y su economía era frágil, no había muchas empresas y se dependía de las bonanzas cafeteras de regiones próximas. Gildardo, entonces, decidió buscar futuro en Cali, la sucursal del cielo, estaba deslumbrado con lo que contaba su cuñado en las cartas que le enviaba mensualmente a su hermana Maritza. A los 40 días de nacido, Enrique montó en avión y junto a sus padres llegó a Cali.

Fue así como mi familia paterna inició su hogar en una nueva ciudad, una ciudad llena de colores por las flores de los guayacanes, con olor a caña y domingos de paseo con olla al río Pance.

Enrique pronto tuvo compañía, sus tres hermanos: Juan, Flavio y la última Celmira, de quien se pensó iba a ser la más juiciosa de la casa por ser la mujercita. Pero qué va, como decía mi abuela Maritza para dar el arañazo lo mismo da gato que gata.

Gildardo consiguió trabajo en una multinacional, ganaba lo suficiente para sostener a su esposa y sus cuatro hijos, nunca dejó trabajar a Maritza, por lo que ella se dedicó por completo a sus 4 hijos y a su casa. Mi abuela era modista de profesión y en el fondo de su alma, aunque nunca se lo dijo a nadie, le dolió no poder ejercerla. No se vivía con lujos pero nunca faltó la comida en su casa, Maritza era la que administraba el dinero, ella hacía malabares para que el sueldo alcanzará, desde luego era ella quien se encargaba de confeccionar todo lo que vestían los niños y ella misma.

A Maritza le tocaba muy duro, pero nunca se quejó, se levantaba muy temprano, cocinaba, se encargaba de los niños, lavaba la ropa y duraba hasta casi media noche arreglando la cocina; en aquellos tiempos el hombre no se interesaba o no acostumbraba a realizar estas actividades.

El tiempo pasó y Enrique y sus hermanos eran ya jóvenes adultos, transcurrían los desenfrenados años 70, la época de la minifalda, la bota campana y los agua de lulo, encuentro de jóvenes en la sala de las residencias familiares donde estos se reunían a bailar salsa y donde no se tomaba alcohol sino juguito de lulo. Si por algo se caracterizaba Cali, era por la salsa, ritmo musical proveniente de Nueva York pero que encontró en Cali su mejor anfitrión.

A Enrique, mi padre, le encantaba bailar y fue justo en uno de esos famosos agua de lulo donde conoció a mi madre, Rosa; se gustaron casi de inmediato y empezaron muy pronto una relación amorosa.

Rosa estudiaba aun el bachillerato y sus padres no la dejaban tener novio, ante este impase y con las calenturas propias del primer amor mis padres decidieron casarse. Desde luego mis abuelos maternos no estuvieron de acuerdo, por el contrario mis abuelos paternos apoyaron a su hijo en la decisión ya tomada.

Mi abuela Maritza hizo el vestido de mi mamá y junto con mi abuelo Gildardo se hicieron cargo de los gastos de la fiesta, la cual se llevó a cabo en la casa de ellos y la comida fue arroz con pollo, un platillo poco visto en aquella época.

Pronto nacería la consentida de la casa, es decir, yo. Por ser la primera nieta me convertí en la luz de los ojos de mis abuelos y tíos paternos; mis papas, mi hermano y yo vivíamos en la casa de Gildardo y Maritza.

Enrique y Rosa trabajaban, por lo tanto Maritza se encargaba de sus nietos, era una abuela estricta y seria, pero se le desbordaba el amor por aquellos chiquillos. Nunca nos dejo gatear porque no le gustaba vernos sucios y no quería que nos enfermáramos con la mugre del suelo.

Mi abuela tampoco nos dejaba salir a la calle a jugar con otros niños, entonces nuestras tardes transcurrían al lado de ella y fue entonces cuando aprendí a hacer café, era una costumbre tomarlo a las 3:30pm con pan, a doblar medias perfectamente, a tender camas, limpiar estanterías, etc. Tiempo más tarde cuando ya estaba en mi adolescencia sería ella, mi abuela, la que me enseñaría a cocinar. Aprendí a hacer diversos manjares santandereanos, porque a pesar de haber transcurridos más de 30 años en Cali mi abuela seguía siendo una santandereana de pura cepa. Entonces nos deleitaba con cola sudada, mote, arepas de maíz amarillo, pepitoria y chivo asado.

Para esta época mi abuelo ya estaba jubilado y también pasaba su tiempo con nosotros, siempre dispuesto a ayudarnos con nuestras tareas y necesidades.

Ah qué épocas aquellas, la casa de mi abuela siempre se llenaba de gente, tíos, primos, parientes lejanos, visitas de Bucaramanga, las navidades eran bulliciosas. A medida que fui creciendo las visitas disminuían, los tíos eran menos, mi abuelo ya no estaba, los primos teníamos diferentes intereses, sin embargo, nuestro común denominador era ella, Maritza.

Los diciembres fueron pasando sin darme cuenta y de pronto me vi graduada de ingeniera, luego me casé y cada domingo sin falta visité a Maritza. Se nos pasaba la tarde charlando con mis padres, tíos, mi hermano y oyendo las historias de mi abuela.

Hace ya 5 años que mi abuela se fue, murió de 84 años, por supuesto las tertulias dominicales familiares se acabaron pero yo sigo recordándola en cada instante de mi vida y aunque no alcanzó a conocer a sus bisnietos, ellos si la van a conocer a través de este relato.

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