Dalinda quedo huérfana a los diez años. Este acontecimiento marco a fuego su vida, y por efecto dominó, selló mi historia.
A principios del siglo veinte no era sencillo nacer mujer, sin embargo Dalinda jamás renunció a su esencia. En contra de todo lo establecido y de lo que significaba ser una dama para la época, escapó de la casa de su hermana a los quince años, enamorada como estaba de la vida.
Para cuando tuvo su segundo hijo, mi padre, quedó sola nuevamente cuando una vez más la decepcionó el amor. Entonces comprendió con dolor mirándose al espejo, que no podía darse el lujo de seguir soñando. Debía tomar las riendas de su historia y hacer algo con ella.
Lo primero que decidió hacer es partir en dos su apellido y dejar de llamarse Dalinda Molina del Castillo, pasó a ser entonces Dalinda Molina a secas. Esa decisión que cambió mi identidad, fue asumida, en cuanto se enteró que su familia se sentía acongojada porque el apellido lo llevaba “cualquier pájara”.Entonces ni lo dudó, simplemente se lo borró.
Lo segundo, fue dejar de tener ilusiones. Desde ese momento los ojos verdes de mi abuela, perdieron su luz, y había que ser un observador atento, para encontrar ese matiz en su mirada. Para cualquier desprevenido sólo eran negros, el color de la desilusión.
Entre 1937, año en que nació mi padre y 1941 año en que tuvo su cuarta hija natural, como se decía cuando un niño nacía y el padre no se hacía responsable, se endureció aún más. Fue entonces cuando su sonrisa, que se extendía plena y bella iluminando su rostro, se convirtió en un rictus amargo.
No tuvo opción, criar a sus hijos sola requería de fortaleza, valor, determinación. No había tiempo para dulzuras y romanticismos. Si su corazón hubiera aflojado no lo hubiera logrado, y yo no estaría hoy escribiendo esto.
Apoyada en el hecho de que tenía dos hijos varones y rezando a Dios para que los proteja, envió a trabajar a mi padre a los cinco años para poder subsistir.
Correr por las “fincas” de los adinerados del lugar, abriendo las acequias para que se rieguen los viñedos, se convirtió en la tarea cotidiana de sus hijos, a cambios de unas monedas.
Tuvo que ser duro para ella enviar a mi padre, tan pequeño, tan desamparado, y en las madrugadas de invierno casi descalzo a las fincas.
Sospecho, que fue entonces, cuando se le endureció el semblante.
Su vida siguió transitando entre luchas cotidianas por llevar el sustento a la casa, y criar a sus hijos como personas de bien. Jamás postergó esa tarea y como pudo, a veces a los golpes, les enseñó el camino correcto.
Sus manos se volvieron ásperas, y su cuerpo enjunto. La belleza comenzó a opacársele entre los vaivenes del dolor, la miseria, y el trabajo duro.
Por eso cuando en 1952 un hombre se acercó a ella y le ofreció casamiento, no lo dudó, sospechando que no tendría muchas más oportunidades. Más esperanzada de tener un compañero que le ayude en la vida, que enamorada, se casó.
Sin embargo pronto la decepción volvió a mostrar sus garras. Después de dar a luz a sus dos últimas hijas, cuando el tiempo corrió el velo de la verdad, cayó en cuenta de su error.
Alcohólico, violento, inestable con ella y los niños, la presencia de su esposo en sus vidas se convirtió en una pesadilla diaria.
Imagino que fue en esa época, cuando se le endureció el corazón para siempre. La voz se le convirtió en un rugido y la palabra en un látigo. Y a partir de ahí, su sola presencia comenzó a inspirar miedo.
Lejos de amilanarse y harta de la violencia, una noche lo golpeó duro y lo alejó a patadas de su vida.
Y como si no hubiera sido estigmatizan-te para una mujer en esa época, tener
cuatro hijos de soltera, se convirtió en la única divorciada del pueblo donde vivía.
Puedo escuchar los murmullos de las otras mujeres a su paso. Las miradas de reojo de los hombres en los días de feria. Imagino los cuchicheos malintencionados.
Aun así Dalinda jamás bajó la mirada ni la cabeza. Nunca se avergonzó de lo que fue. No miró para atrás ni se quejó de los errores cometidos.
Indomable, orgullosa, rebelde, tal como era su esencia, siempre miró al frente, cómo en la foto, con los ojos oscuros de tanto dolor, con las manos curtidas de tanto trabajo, con el corazón roto de tanta decepción.
Fue madre-padre, abuela, trabajadora. Fue mujer, con todo lo que esto significa, sin otra familia que la que supo criar.
De niña me inspiraba miedo. Hoy, a mis 47 años, su historia me inspira respeto.
Acepté y asumí su legado: la mitad de su apellido, la mitad de mi identidad, un padre que apenas sabe amar. Pero también recibí por herencia a batallar, a no claudicar, y a no rendirme jamás. Pase lo que pase, y pese a quien le pese sin importar lo que la vida tiene para ofrecer. Sin chistar.
Acepto y asumo el desafío de lo único que Dalinda Molina a secas no logró, el de no perder la esencia del amor, el de jamás endurecer-me, no importa cuanta dosis de dolor tenga el destino reservado para mí.
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