Era una mañana soleada cuando vino la Señora Ana a informarnos de que Don Jacinto, el austero banquero, había caído del balcón. A prisas salimos de la casa, sin querer ver, en realidad, la tragedia acontecida. Ya estaba rodeado de vecinos y cubierto con una manta. Llamamos a la ambulancia y tras cuarenta minutos llegó sin ya nada poder hacer. Don Jacinto fue enterrado en un nicho familiar que guardaba los cuerpos, ya descompuestos, de sus antepasados. Nosotros, los vecinos, cual familia de un ser solitario y despreciado, oramos por su alma mientras criticábamos su persona y personalidad, pues nada más estaba en nuestras manos. Con el tiempo se supo que Don Jacinto se había arruinado a causa de vicios insanos y por amar a una ramera que le había sacado «los cuartos». Don Jacinto deseó en su vida ser amado y al final lo consiguió aunque la ruina le costara, sin jamas darse cuenta que la Señora Ana siempre estuvo enamorada de él, que cerca tenía aquello que anhelaba y que por no querer ver de frente no vio jamás. Nosotros, sus vecinos y familia, al fin y al cabo, fuimos visto desde arriba, desde la perspectiva de una alzada y soberbia mirada, la mirada de Don Jacinto. Aún hoy nos tememos que siga mirandonos desde allí arriba y ahora sea él quien sepa nuestros secretos…

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