A mi padre
Hay una gota que cae incesante e insistentemente sobre la barandilla. Hace días que no para de llover. Llueve afuera, llueve adentro. Y ahí está ese maldito calendario, alumbrando y abortando los días inexorablemente, recordándome aquél veintiuno de noviembre, hace veinticinco años, ayer.
Sí. Hace hoy exactamente veinticinco años que sucedió. Y mientras ustedes se preparan para escuchar, las manecillas del reloj siguen avanzando sin tomarse ni tan sólo un segundo de aliento.
Por fortuna el dolor de aquellos días negros se fue atenuando, pues si hay algo que debamos agradecer al tiempo es que también tiene el don de curar las heridas. Más ya sabemos que en esta vida no hay nada gratuito, y éste se cobra el favor, dejando a cambio profundas cicatrices en el alma de quienes deciden encomendarse a él.
Podría decirse que fue la crónica de una muerte anunciada. Pero quién iba a creer que, después de todo, no eran sólo amenazas o intentos de llamar la atención. Aquél silencio impenetrable en la cocina, tu mirada perdida, dándome la espalda… y yo detrás de ti, presintiendo lo que no se debería presentir, incluso burlándome de ti y de mí… Pero lo hiciste, sin un ápice de piedad ni para con tu cuerpo ni para con tu espíritu. Te precipitaste al vacío acompañado de todas tus dudas y tormentos. En el preciso instante en el que tú, tus miserias, tus amores y tus recuerdos os estrellabais contra el asfalto, yo estaba junto a la estufa de leña, seguramente absorta como de costumbre, tratando de escapar de aquella turbia realidad que pesaba toneladas. Probablemente en alguno de aquellos instantes nuestros pensamientos se cruzaron, y mientras yo pensaba en ti, tú pensabas en mí…
Después ya no recuerdo casi nada. Mamá entrando por la puerta e inundando la estancia caliente de un frío helador e insoportable que arrastraba detrás de sí. La noticia terrible, indigerible, las palabras atragantándose y muriéndose al llegar a la lengua ya muda por el miedo, nuestros ojos desorbitados, el corazón saliéndosenos por la boca, mamá sin saber ya qué decir … Fue entonces cuando de mis labios salió adivinando, no sé cómo, un interrogante que quedó suspendido en el aire para siempre. Mi madre asintió en silencio.
Rebobiné tus últimos instantes una y otra vez como si se tratase de una cinta de cassette, aquél terrible momento que nadie vio pero todo el mundo imaginó. Luego vinieron más días de invierno. La carrera para olvidar, la huida hacia adelante y la conjura al tiempo porque por aquél entonces era lo único que teníamos. Vinieron las espaciadas visitas al cementerio, los reproches como dardos a diestro y siniestro, los torpes intentos de acercarnos a tientas mientras más nos alejábamos, compitiendo por quién se habría quedado con el pedazo de dolor más grande… Llegó el arrancarnos las costras de las heridas para evitar que curasen jamás, condenándonos a no olvidar, cavando abismos y levantando muros de silencio.
Aquél día nos rompimos todos. Y por más que intentamos recomponer los trocitos que quedaron de nosotros, hay cosas que jamás vuelven a ser…
Solo sé, Papá, que ya no me quedan lágrimas. Así que lloran por mí las gotas de lluvia de los grises días de invierno. Lloran por mí y por ti, porque ellas son eternas, como tu recuerdo.
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