El recuerdo de las abuelas

El recuerdo de las abuelas

De la llegada del invierno lo que más recuerdo era a la abuela Julia. Apenas
comenzaban las tardes a cabecear con un viento ligero y frío, corría la abuela
y empezaba el preparado de sus menjurjes medicinales. En la sartén el oloroso
encanto de ajos fritos. Pepitas tostadas, picantes chispas llevadas a la boca.
Después, el ansiado trago de rompope o aguardiente con frutas curtidas.
Nanches, duraznos, ciruelas.

-Hay que fortalecer los pulmones, decía la abuela. Mientras en un cazo, a baño maría,
mezclaba con el molinillo de madera, yemas de huevo, con aguardiente, leche,
azúcar y una pizca de canela. Y preparaba ansiosa, rodajas de naranjas y
mandarinas.

-vitamina c es lo que se recomienda. Agregaba sonriendo, y prácticamente, se cerraban sus pequeños ojos. Y así, entre charola y charola discurrían nuestras tardes, haciendo las tareas escolares.

En Yajalón, el invierno si bien tenía ausente las nevadas, la humedad y la
llovizna acompañaban al frío y sobre todo el encierro dentro de casas.

En aquellas mocedades, asomaba mi rostro por algún resquicio de la puerta, o
por la hoja entreabierta de una ventana. La llovizna y la neblina invadiendo
las solitarias calles, algún transeúnte enredado en rebozos y gabanes. El paso
silencioso de los indios y detrás de estos, la mujer a paso acelerado con su
falda negra de lana y envuelta en su blusón floreado.

Sentada frente a la pianola, deslizando con gracia los dedos en el teclado, la abuela

llenaba aquel silencio con tocatas y fugas. Había caído ya la tarde.

Nuestras tareas de la escuela estaban hechas. Junto a ella, acurrucándonos en
bancos bajos, oíamos la música, o las historias que salían de sus labios. Para
entonces, llevábamos a nuestra boca un buen trozo de marquesote, y tomábamos
chocolate caliente de un gran pote de peltre.

!Pobrecita mi madre! Exclamaba la abuela, cuando terminaba algún relato de
nuestra bisabuela; en medio del llanto, y enseguida se revelaba la risa. Con la
abuela los relatos nunca fueron serios, en el sentido de parsimoniosos. Y en
ello residía la genialidad. Encontraba en la tragedia lo chusco. Y en lo
cómico, la tristeza y el sinsabor. Por eso nosotros estábamos siempre atentos,
a la espera justa de la revelación. Sospechando siempre que, aunque la historia
narrada fuese trágica, justo al final vendría el giro que nos haría soltar la
risa.

El asunto de mis ancestros me coloca en una posición incómoda. La bisabuela Cuca tuvo entre sus labores, lo del contrabando de aguardiente, trago, decían ellos. La casa en Tenejapa era un

hervidero de indios. Entrando y saliendo para llenarse el buche de trago. La
pared que daba a la sala, era falsa, justo el escondite perfecto. Gota a gota,
los botellones iban siendo rellenados por el líquido claro, transparente, puro.

-de primera, decía la gente.

La bisabuela cabalgaba entonces con la mercancía en latas, la retahíla de indios
acompañándola, en los largos recorridos de las noches. El caballo blanco, y la
pistola al cinto.

En casa, en el acogedor oratorio, mi bisabuelo elevaba plegarias al cielo.

-Papa Chanito era un santo, decía de él, mi abuela Julia. Y en efecto, la contra
parte de mi bisabuela, había estado a nada de convertirse en sacerdote, y
si nos apuran un poco, en santo.

-colgó los hábitos, decíamos en
casa cuando en alguna platica salía a relucir nuestro linaje. Y rematábamos en
tono de broma, bueno se los arremangó en esas ansiedades.

Contrabando y rezos mezclados en aquellas almas, de tal manera que jamás pasó nada que
pudiese acabar con aquel negocio. Salvo una tarde en la que asomó por casa el dueño absoluto de los aguardientes en Chiapas.

-¿Me conoces? preguntó aquel hombre, acompañado por dos de sus guardias personales.

-seguro, respondió. Mamá Cuca.

-Quiero hablar con el hombre de esta casa, dijo él.

-ni falta que hace. Respondió ella a bote pronto.

El tono y el vozarrón de él eran absolutamente demandantes. Altanero, envalentonado.

Reclamó el asunto del aguardiente, y lo hizo del modo más amenazador posible.

-¿quieres probar una copa?, dijo de pronto la bisabuela. Rompiendo con esta sorpresa
aquel momento.

El hombre aquel, respondió airadamente.

-vas a arrepentirte, y qué lástima que no seas hombre para romperte la madre.

Mamá Cuca, serena y sin mostrar temor alguno. Retira la mano de la bolsa de su amplia
falda, ya tiene sujeta firmemente la pistola de cacha de plata. Apunta a los
huevos del hombrón que, de pronto, se da cuenta del embrollo en el que se haya.

-Hernancito, te los voy a volar para que estemos parejos. Tú dime si seguimos con esto, o le

paramos al asunto.

Fuera de casa la indiada preguntando si todo estaba bien con nana Cuquita.

-Todo bien. Todo correcto. Pasaron a saludar y tomarse un traguito. Los señores ya
pasan a retirarse. Y en efecto jamás volvieron a poner un solo pie por esos
rumbos.

A las siete de la tarde la oscuridad era plena. Los pocos focos del alumbrado público
eran inocentes luciérnagas entre la densa neblina. Era el momento en que se
unía al coro la bisabuela Cuca. Siempre lo hacía sonriente y con los ojos
pizpiretos y radiantes. A sabiendas que la historia que, se estaba contando, la
tenía a ella como protagonista. Delgada y alta, las manos fibrosas y fuertes.
El ceño y las arrugas en la cara. Se sentaba también, como nosotros, en una
silla baja, cubriéndola con la amplitud de sus enaguas, y su larga falda
floreada. En una mano el cigarro, en la otra una copa de aguardiente.

-mamacita. Exclamaba entonces la abuela Julia, en tono de reproche, señalando cigarro y
aguardiente, y a nosotros con la mirada para no dar esos ejemplos.

-Es para ahuyentar a los mosquitos. Respondía mamá Cuquita.

-si mamacita pero en Yajalón no hay mosquitos.

-ya ves, ya se ahuyentaron. Respondía enérgica la bisabuela. Y daba un buen trago al
vaso de aguardiente, y enseguida una buena aspirada a su cigarro.

© 2016 By Oscar Mtz. Molina

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