No sintió miedo. Sólo una inconfundible tristeza por los hijos, por la mujer, extrañamente resignado. Podía enfrentarse cara a cara con Dios sin miedo. Eso pensaba.

Había entrado al Madrid sitiado durante lo más fuerte de los bombardeos.
Comandaba un convoy de abastecimiento. Conoció a Hemingway, a Dos Pasos, a
Martha Gellhorn, y a la mayoría de los brigadistas internacionales.

De cara frente a los verdugos, observó todo a su alrededor como si quisiera retener los recuerdos al morir. Miraba a los soldados vencedores. Había fogatas encendidas. Un neumático hervía de llamas y humo al final del patio. Algunos jugaban con un naipe sobre un barril de petróleo, o bailaban sin quitarse el cigarrillo de la boca. Los peores eran los moros. Si podían violar, violaban. Si podían robar y saquear no le hacían asco a nada. La mayoría de los oficiales miraba para otro lado. Era la recompensa no escrita del combate y prácticamente hicieron lo que quisieron en los pueblos que arrasaron.

Segundos antes de fusilarle, mientras los hombres esperaban formados, un caballo llegó al galope y cruzó el portón hasta el patio central. Una vez adentro jinete y montura, hubo un saludo del oficial que recibió el mensaje. El cable venía directamente desde Madrid.

Traía la orden de transferirle hasta Talavera de la Reina. No lo sabía aún, pero su padre intercedía para mantenerlo con vida. Después de una semana, pasando un hambre de náufrago lo trasladaron a la ciudad de Albacete, donde los situaron en la plaza mayor. Cuatro nidos de ametralladoras, cada una en una esquina vigilaba con soldados que los miraban curiosos, detrás de los sacos de arena.

Eran alrededor de quinientos prisioneros que no comían nada desde días. Bebían agua de la fuente. Al amanecer del segundo día, el hambre hizo desaparecer las hojas de los árboles.

Esa tarde cuando recibieron un caldo de lentejas aguado, la primera ración, un
Coronel pidió doble ración para los oficiales y casi lo mataron a palos. Lo vieron llorar a moco tendido arrebolado en el llanto, en la humillación recibida. Nadie le consoló. Posteriormente, sobrevivió a otro trayecto de cuatro días casi sin comida, salvo la del vigilante que les arrojaba mendrugos o las sobras del rancho diario.
Tenía veintiocho años.

En Viator un consejo de Guerra lo juzgó y condenó a muerte en primera instancia. En la apelación, e l fiscal alegó que ningún oficial de la República, y menos miliciano podía tener las manos limpias. Esta vez le conmutaron la pena por una condena a veinte años de trabajo forzado.

En la sentencia que leí años más tarde, había un párrafo que me llamó la atención, la misma que le salvó la vida: “Ayudó a personas de derechas, con hechos comprobados y testigos.” También supe que le dieron una medalla al valor, en la batalla de Pozoblanco, Córdoba. Jamás contó qué hizo.

Camilo, el mayor de sus hermanos, se volvió loco. Se lo encontró en la fábrica “Ingenio”, transformada en campo de concentración. Lo vio morir de pulmonía. Su madre comenzó a llevarle un bocadillo al día. Había disentería, prisioneros que lavaban sus heces con agua para rescatar algo comestible y volver a comerlo. Muchos murieron de enfermedades; gripes, diarreas, anemias.

La tortura lo marcó. Antes del juicio, lo interrogaban acostado sobre una mesa y le azotaban la planta de los pies. Cada golpe resonaba en su cráneo como una explosión. De regreso, le arrastraban hasta la celda, desmayado. Se sucedieron seis largos años oscuros. Una gripe casi lo mató al tercer año de presidio. Un compañero de celda hizo un chiste:

-Tienes más vidas que un gato.

El año 1948, obtuvo la libertad condicional. Conseguía empleo gracias a sus conocimientos de mecánica, pero al cabo de días se lo llevaban detenido y lo encerraban por cinco o seis días haciéndole perder los trabajos. Al final, para mantener su familia hacía trabajos ocasionales en el patio de la casa de sus padres. Quería huir, emigrar, escapar de la dictadura de Franco.

Un día se marchó en dirección a Madrid y luego a Barcelona. Caminó hasta Gerona por campos y montes. Cruzó la frontera gracias a la ayuda de un pastor. Llegó a Toulouse casi sin zapatos y se acercó a los republicanos exiliados. Alguien le consiguió un trabajo en una gasolinera a la salida de la ciudad. Dormía en un cobertizo que le facilitó el dueño, entre cuatro paredes de tabla rasa, un catre, un colchón y varias mantas. En el año 1949, casi se murió de frío entre enero y febrero, con nevadas de por medio.

La gasolinera contaba con un restaurante para viajeros de paso. Lo llevaba la esposa de su patrón. Ella cocinaba y atendía las mesas. Rocío Alonso era el nombre de la mujer también andaluza; Dupré, el apellido del esposo y dueño. Una tarde en que el marido salió, entró en el restaurante vacío a esa hora, se plantó frente a la mujer y la empujó sobre el mesón. Lo recordaría mirando una película muchos años después, ya viejo; “El cartero siempre llama dos veces”, con Jessica Lange y Jack Nicholson. Así fue como pasó, fueron sus escuetas palabras.

Le dieron un pasaporte para refugiados del vaticano. Le dieron a elegir entre tres destinos; México, Cuba, o Argentina. Eligió Argentina. Desde Marsella llegó en barco a inicios de 1951. En Buenos Aires, le ofrecieron un trabajo bien pagado, pero en Mendoza.

Un contacto le agenció un lugar en un transporte. En Merlo, el camionero se emborrachó y se perdió por dos días en un burdel. Otro camionero que venía desde Brasil ofreció ayuda, pero tendría que viajar en la caja entre la mercadería. Cansado, se quedó dormido. Cuando despertó esa noche, supo que estaba en Los Andes, en Chile. Desconcertado, decidió seguir y al día siguiente se encontraba en la capital, Santiago.

El chófer del camión le regaló un peso. Le alcanzó para comprarse un periódico, en el que halló una pensión y ofertas de trabajo. Preguntando llegó al hostal, que para suerte suya lo regentaba un matrimonio de murcianos. Al día siguiente halló trabajo.

Lo invitaron a conocer el puerto de San Antonio. Eran paisanos, pescadores artesanales con embarcaciones a motor que necesitaban mantención. En San Antonio conoció una joven y se enamoró. Se casó con ella por el civil y de esa unión nació un niño al que puso nombre. Ese niño era yo.

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