Torpezas.
Porque empezar un poema
es como terminar un abrazo:
el gesto
(en nada inútil)
de no saber hacerlo bien.
Callar por respeto a la palabra
— ese dejarse la lengua en el tintero
oscuro de lo no dicho
que nada nos dio.
¿Y cómo se recoge el mundo
si no es con las manos?
Vivir el tiempo
es recostarlo a veces contra el café
derramado
en las mesas para dos y sus múltiples
— que brindar es ya
beber
del
otro.
Repaso
la gramática del silencio
que estudian los poetas,
las fotografías de lo imposible
reveladas en una hoja en blanco.
El miedo al vacío
– horror vacui, vacui, vacui –
y esa trágica conciencia
de que el poema siempre es otro.
Que el verso nace al fin,
allí donde se desdibujan las palabras.
En las palabras que todavía están vivas.
¿Adónde vas, niño majestuoso?
Tú que caminas
esparciendo los juguetes
como quien inaugura un mundo
y lo deja atrás, ya abandonado.
Pero tú nada pierdes:
Sabes que el tiempo va detrás,
amontonándolos contra las paredes.
Con la ternura reptil de la tortuga,
apoyas tu caparazón en mi pie descalzo
– esa piedra viva ama
el agua que la peina para atrás –
y me blindas.
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