«NADA, NADA…»
Nadie espere alegría y rima en estas letras. Márchese a otro llagar quien desee emborracharse de emoción: aquí no hay canciones de bodega ni solos de barítono engolado.
Aquí hay silencio.
Sobra el resto.
Apenas una sombra acompaña mis pasos cuando saco la basura por la noche.
Pienso en aquel hombre desaparecido entre las olas, en el puerto de mi pueblo.
Sus huesos mondos deben servir como juego de tabas para el astuto llocántaro que evita la nasa entre la resaca del traidor oleaje.
Era marinero ocasional.
Nunca fue al Gran Sol.
El lento arrastre del calamar de potera tenía por afición.
Pescar temprano.
Sólo cabotaje.
Se ocupaba del tabaco y de otras prohibidas fruslerías que te hacen soñar con ingrávidos mundos. Ya sabéis, menudeo de suspiros en sucias almohadas junto a un jergón, en la casa abandonada…
Cielo e infierno a la vez. Soledad siempre, al llegar la madrugada.
Aún recuerdo el tatuaje hendido entre sus venas.
Han quedado muchos huérfanos.
También la policía de aduanas le reclama, sobre todo en Nochebuena…
Era cabal.
Yo le echo de menos.
Debe haberse encallado bajo los enormes cubos sin color del nuevo puerto.
Ahí me asomo al batir la negra galerna. Creo oir su voz aguardentosa. Me advierte del peligro, no del mar sino de la mala gente que te empuja a los mundos del silencio.
«Rasss… Rasss… Rasss…
Rasss… Rasss… Rasss…
Con la séptima ola te vienes, con la octava te vasss…
Con la novena, que llega crecida, no vuelves jamásss…»
La luna menguante rompe la oscuridad. Es un retal en la sábana morada tenuemente iluminada por la tímida luz de un fanal. Apenas se mueve la brisa. Murmullos. Gorgoteos. El mar zarandea peleles de trapo con ilusiones ahogadas a pie de playa. Todo sin prisa…
Al despuntar el alba grávidas máquinas, enviadas por especializados demagogos encargados de hacer discursos digeribles, limpiarán afanosamente los despojos, cambiando la vieja tierra por una nueva, para solaz del turista con posibles y como ejemplo a seguir: «aquí no pasa nada (más bien, «de aquí no pasa nadie») rezarán las portadas de las publicaciones hipócritas que alternarán el desnudo bronceado con la carne despellejada y la hipotermia del lactante. Transformarán el hedor de la hez en agua pura. Sólo que, a veces, olvidan retirar la huella de un pie o el cadáver-testigo del pequeño que recorrerá las primeras planas y las modernas pantallas de plasma líquido, estremeciéndonos, hasta que la anestesia de la rutina haga su efecto.
Eso os digo…
Recordad: continuamente hay gente para quien la vida es muy dura, deviene siempre en constante castigo…
En este momento alguien se desplaza a duras penas por el Sahel con el punto de mira en la mesa repleta y el mantel limpio de mi casa fresca.
Mientras, quién sabe qué desesperación hace embarcar en una chalupa inverosímil al enésimo grupo a la vez que, mar adentro, revienta un frágil artilugio y unos cuerpos nobles se desparraman, sirviendo de tema al cuadro de acuarela más negro que yo pueda imaginar.
Así, noche tras noche.
Así, día tras día.
Sin descanso.
Y van…
Un momento.
Veo luces.
Estoy solo.
No hay campanas que toquen a muerto.
No hay esquelas ni sepelio.
Quizá ha cambiado el viento y algo quiere traer un epitafio, un último, mudo, documento.
Amanece.
Apenas el sol revienta, se abre la flor y despierta la alfombra vegetal del prado.
Da la impresión, parece, que todo fue una ilusión, un apólogo maldito, un ejemplo de libro cursi, de viejo cuento febrilmente soñado…
Otrosí.
Mirad aquí.
Vienen a mí diez mil fantasmas de lejanos tiempos en los que viví ignorante y feliz.
Se cuadran. Se nombran. Se ordenan. Saben su lugar. A veces, se pelean…
Paso revista.
No hay naves. Únicamente restos de pateras y unas maderas desparramadas en la arena.
«A la orden, mi capitán, denos nuevas aunque no sean buenas» Parecen decir.
Sin añadir palabra, marcho.
Lo hago antes de que la luz lo manche todo, me envuelva y me engañe como siempre.
A ver…
¿Estáis todos? ¿Mi hijo muerto? ¿Mi primera mujer? ¿Quién hay ahí que no conozca? ¿Algún futuro que no barrunte para mal, adivinándolo?
Sal.
Aunque seas calavera hueca sin la duda de tu príncipe. O parezcas una vieja Ofelia mediterránea. O te metamorfosees en el ánade de Leda. O una deidad réproba elijas por disfraz.
Sal.
Acompáñame por los tejados de la próxima ciudad en la que aterrice, desmochando las conciencias de sus habitantes.
Y, si es posible, volvamos todos a empezar un nuevo juego, sin carreras de esas de ganar a toda costa, sin más premio que vivir en paz, tranquilamente, sin tener que navegar procelosamente, sin tanto azar fatal…
Hazme caso.
Aunque sea una última vez, manifiéstate y sal.
Te lo ordeno.
Los demás, dejadme, definitivamente, en paz.
«EPÍLOGO»
¡Manda huevos!
«POST SCRIPTUM»
Por lo menos esta vez se salvó alguien…
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