El naufragio de los caracoles

El naufragio de los caracoles

Eugenia Zorrilla

01/07/2019

1.

El naufragio de los caracoles

Qué vas a hacer ahora,
mientras se llenan de amarillo
tus ojos y te agachas
para sostenerte de algo amable,
algo así como la espuma,
pero pisas el naufragio de los caracoles
con sus astillas
marcando tu carne.

Qué vas a hacer
si perdiste para siempre
el eterno vaivén
y sólo hay al frente
un camino que te aleja del mar,
mientras el sol te quema,
nos quema a todos,
y bajo tus pies no hay aire.

¿Qué vas a hacer?
Quizás, esperar que el viento te empuje,
que te susurre que más allá
existe un campo de girasoles
que vos, aún ciega, ignorás.

Entonces tu mente
o tu boca, ¿quién sabe?
recuerda lo salado y crujiente
de las semillas ensobradas
en un patio de baldosas frías
lleno de gritos alegres
que por momentos sentías
como amenazas, como misiles.

Estás sola y al frente.
Deseas no haber despertado del útero.
Ser el sueño continuo
de un pescador cansado.

Pero no.
Estás en carne.

Mientras el mar sigue vivo.
Al igual que el sol.
Y hasta la arena reencarna
gracias al viento y al agua.

Y todo tu blanco
detenido
no puede ser ni leche, ni sal,
ni espuma.

Es tan sólo
la ausencia de sangre.

2.
Receta

Primero, el pelo atado, un delantal y un cuchillo
si es largo, mejor.
Bajo el chorro helado y con la punta de las uñas
separo la grasa y la piel.
Cuido siempre de no tocar la carne.

Arranco así
corazón, hígado y riñones.

Si es un calamar,
todas mis yemas raspan sus ventosas,
hasta que caen. Ya no podrá ocultarse sin su piel.
Me dejo bañar en su tinta
la cara, los brazos,
el cristal de mis lentes.
Me pego el olor rancio
de su mar.

Y siempre ese sabor,
el miedo.

3.
Todos los días en la mesa

Al fin sólo queda la piel de la manzana
cual larga serpiente al plato.
Nos miramos. Lo supe.

Siempre lo supe. No es falta de amor.
No somos nosotros.
Es tu cuerpo.
Te incomoda estar sentado dentro de tu cuerpo.

Yo, te sostengo la mirada.

El menor de mis hermanos llora,
el que me sigue tarda en comer.
Juan y mamá callan.
Yo te sostengo la mirada.

Vos, ahora apuntas al plato.
Te vi, montaste a la serpiente.
Casi te me vas.

Pero no pienso dejar de hablarte.
Así que convierto, sin dudar,
en tiras finas
esta piel roja.

Jamás pude dejar de hablarte.

Vos nunca soportaste mi mirada.

Si pudieras no te escaparías.
¿Comprendés papá?

No es desafío,
es aceptación.
Y la cáscara,
tu cuerpo.

4.

Mariposa

¿Cazaste alguna vez del aire
con dos dedos como pinzas
la luz?

Flota los domingos
entre el polvo
y el olor a caramelo
que pinta dedos
y medias con puntilla.

Entra por tu boca
en el brillo de la sortija
regalándote una
y otra,
y otra vuelta más.

Áspera y dulce
como coco rallado.
Fría,
como plastilina.
Larga
infinita.

¿Probaste,
cerrar los ojos
y darle tus labios
a la luz?

5.
Sopaipillas

Lo veo.
Es un pichón que cae en una fuente.
Aletea
como un pez en un charco.
Creo que va a salir,
pero no.
Se baña.

Juega con su sombra.
Con la punta
de las plumas, parece
que la extiende
hasta volverla translúcida.

Veo a mi abuelo,
sobre la masa
haciendo sopaipillas.
Veo en sus manos
la rueda.
Veo a mis ojos,
cortar la delgada masa
que estiraron sus manos
hasta dejarla transparente.

Veo a las sopaipillas caer
al aceite. Y en el cuenco
burbujeantese vuelven
pequeñas
nubes doradas.

Crac!
Crac!

Miro al pichón
que se aleja
seco, al aire.

6.

Como la verdad

Sucedió otra vez.
Abro los ojos y la habitación
está sitiada de pollos.

Muertos. Toca
pelar sus plumas,
que sueltas,
inundan el cuarto.

Todo vuela o cubre
el suelo. Yo,
intento seguir
en pie.

Repartiendo huesos,
comienzo a formar
en el vértice, una pila
sobre el nido.

Uno
cada retazo de piel,
con las uñas de las aves
y mis pelos como hilos.
Formando un saco inmenso
con toda la carne
en él.
Lo acuesto en mi espalda
y salgo.

Afuera no es verano.
Todo está crujiente,
reseco. Listo
para la hoguera.

Las ramas que me vieron
crecer, como estacas,
brindan refugio
a los restos.

Y en los huecos de antaño,
hay sorbos
necesarios para el blanco
de mis dedos.

Cuando los pollos
inundan, sólo
el paso por mi boca,
los desaparece.

Junto a litros
y litros,
y litros de agua,
sin gas.

7.
Habrá que ver

Habrá que ver
la hermana de sangre que no tuve,
todas las que sí.
La pelota, sello de barro.
Los cables, ásperas filigranas en mis dedos
las tuercas a ajustar, aún con llaves inexactas.
Los asados en medio de la lluvia
mi nombre siempre de mujer.

Los pájaros, siempre los pájaros.
La cadencia del agua, el batir del aire,
la pausa de los remolinos.
La resistencia de las flores de ciudad.

Las vasijas llenas,
pero más las vacías.

El mandarino que habitará mi patio.
Los frutos, que ya siento en mi boca.
Mi boca macerada al sol.

8.

Remolino

¿Qué sienten las cosas
que no están en su lugar?

Hablo del barco
que se quedó en la orilla, al sol
y anheló dibujos húmedos
trazados por la lengua de los pájaros.

También de la montaña
que se torció
y enterró su pico
en el fondo del barro, tan sólo,
por el deseo de apreciar su huella.

¿Esperas que hable del agua?
No.
Es ella la que habla
detrás de mis ojos
en un idioma
que a veces comprendo
y a veces no.
Sólo desea fluir.

En remolino viajo
sobre ella,
o en ella
no lo sé.
Sólo sé que se agita
ríe,
no se detiene.

Es.

9.

Donde se sienta el viento

Si el viento
algún día se cansara
de trasladar el nombre
de limpiar el agua
de cortar la piedra
de acariciar los cerros
de alejar el grito.

Si tuviera que elegir
un sólo un lugar
en todo el mundo
dónde detenerse,
no sabría
ejercer su libertad.

Pediría que algo lo sostenga.
Algo firme y amable.
Algo como tu palabra.

10.

Cerca de la nube

Veo al pájaro
y la nube que pasa.

Sé que piensa
en el agua
en su sed
y en el ritmo de su canto.

Pero no es el pájaro,
soy yo, la que ve por sus ojos.

11.
Néctar

Hay lugares a los que sólo se llega
a través de un jardín.

No importa qué tan grande es,
ni las especies que lo habitan
ni su orientación.
Lo válido es, cada uno de los momentos
en los que es necesario detenerse.

Lo sabe el colibrí,
que para alimentar a sus pichones
visita al jardín ciento cuarenta veces
entre sol y sol.

Para sostener su vuelo,
miles de aleteos por segundo,
toma todo el azúcar y el agua de las flores
en un volumen mayor a su cuerpo.

Un colibrí, no es un ave.
Dicen, es el alma de los que aman.
Todo su destino
toda su rutina
es el camino
para volverse jardín.

12.

Verde-rojo

El monte recibe
mi huella. Y mis manos,
esquivan espinas,
llevan a mi boca
el fruto de los piquillines.

Su sonido roza
todos los pelos de mi cuerpo,
con su lengua invisible
y me interno
en lo más profundo
de mí. Entre la maleza
descubro
una planta nueva.

Al abrigo de su sombra,
tomo de sus hojas largas
para tejer con ellas un cuenco,
una matriz
dispuesta a recibir
la tormenta.

Tormenta
que la inunde
de semillas
de la más roja de las
flores.

No puedo
esperar a que suceda.

Lo verde insiste
en llamarme,
no sé
exactamente
desde dónde.

Me muevo.

Un hilo que nace
del centro
se tensa
y tira de mí.

13.
Ácaros

La arrastro
y tras un par de intentos,
la frazada negra y verde cuelga a centímetros del suelo.
Me apoyo en las rodillas,
respiro, toso.
vuelvo a la escoba.
La desarmo,
me quedo sólo con el cabo.
Sobre él me apoyo,
casi me supera.

Vuelvo a respirar,
lo tomo con dos manos
y la fuerza asciende por encima de mi hombro.

Pego, pego, pego,
desordenada
con ritmo
descanso, un segundo.
Golpeo
toso.
Nunca suelto el palo.
Pego.

Pasó la tarde
la frazada ya no suelta polvo,
y aún no paro. No puedo.
No creo.

Miro el aire. Me engaña,
el aire me engaña.

14.
De trapo

Pongo lo oscuro a lavar.
Separo,
para luego unir por tonos
lo que de a ratos me cubre.

No siempre lo noto
pero sé,
me mantengo
alerta al final.

Y justo en el momento
de colgar al sol
los brazos me pesan
como si un yunque tirara,
debajo de mi pecho.

A veces contengo lágrimas,
otras no.

Despliego mis partes
sobre el delgado hilo
y con el último broche
me guardo al sol.

15.

Tinta

Por cinco noches
soñé, estos dibujos
en mi cuerpo:
un curvado colibrí
bebiendo
de mi espalda;
una lágrima
colgando de la pera;
la huella de un suspiro,
justo arriba
de un pezón;
tres chispas
rojizas
detrás de la rodilla.

Todo mi nombre
impregnando la cadera.

Al despertar del quinto día
con una tijera tallé
en el respaldo de la cama:
“Nada es permanente”.

Eugenia Zorrilla
Nací en el 80. Y era ése el colectivo rojo que unía a toda mi familia a lo largo de la gran ciudad. Vivo en Salsipuedes, el primer lugar serrano que me cobijó al final de mi niñez. También primero en ver el deseo de expandirme en letras. Hoy, el deseo es más grande.

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