El descenso nos llama

Como la ascensión nos llamaba.

La memoria es una suerte de
Cumplimiento,

Una renovación,

Y más: una iniciación:

William Carlos Williams.

DESCENSO.

Caminamos paseo de la reforma, la hojarasca cruje bajo nuestros pasos, claroscuros que proyecta la enramada esbozan sombras sobre el asfalto, laberinto ciudad de México, los minotauros van saltando alegremente, aplastando una que otra cabeza a su paso. Mi hijo habla de que para el 2040 los polos se derretirán…hago cuentas: sesenta y nueve años ¿Me moveré? ¿Qué vestigios habrá de mí? El se distrae tanto como un niño de ocho años puede hacerlo, yo comienzo el descenso al fondo de mi mente, veo años de batallas, festejos anticipados, derrotas, heridas y trofeos, soy un sobreviviente, estoy a mano con la ciudad, el descenso no me asusta… suena la bocina de un auto, un perro ladra, el viento levanta polvo y arrastra almas por las calles hasta que se amontonan en callejones, se aglutinan en la alcantarilla y provocan abnegaciones en temporada pluvial. Hemos andado calles al azar como hiciera Gustavo Cerati en Buenos Aires , quiero que mi hijo aprecie el placer que Víctor Hugo menciona en Los Miserables al describir el acto de viajar y que aplica perfecto para la calle: descubrir muchas cosas por primera y última vez. Le he dicho a mi hijo: si algún día me buscas, hazlo en estas calles. Al caminar reconóceme en un árbol específico de ramas infinitas y hojas verdinegras que silben por las noches y sobre el cual alguien haya rayado con navaja, en un poste que proyecta su sombra fría y alargada sobre el cual han pegado propaganda y calcomanías, en un portal de madera apolillada que se vence y cruje y no resguarda mas nada, en una fachada de cantera y de tezontle con balcones y buganvilias moradas y blancas , en la algarabía de un café que ya no tendría que existir, como escribe Umberto Eco en Numero cero refiriéndose a los sitios emblemáticos y decadentes de Milán, un café ubicado a un costado de la alameda central con sillones rojos, manteles a cuadros y con meseras de hace mil años donde aguardo en la barra a que llegué un día un joven flaco y melenudo que se hace llamar Roberto Bolaño y pida un café con leche y me muestre sus apuntes tachonados y subrayados sobre una obra que titulara Los Detectives Salvajes, que me encuentre deambulando los pasillos altos y silenciosos con duelas de madera, nuestros museos andados, ahí entre pinturas de acuarela y oleo, entre esculturas de bronce y granito buscando al niño que fui, o que me encuentre reclinado sobre los montones de lomos cubiertos de polvo y hojas amarillas de las librerías antiquísimas en la calle de Donceles buscando a los poetas muertos y olvidados, buscando entre los libros palabras y voces fantasmas, en el atrio, en la fuente, en el órgano monumental traído de Macao, en las catacumbas, en el campanario, en el conciliábulo… en cualquiera de los rincones de la catedral metropolitana corriendo desesperado tras el rastro de la mirada ultima, de la sonrisa ultima de Patricia. La ciudad se puede recorrer como se lee Rayuela de Julio Cortázar: capítulo tras capítulo o al azar. Salir a estas calles es hacer una travesía vertical hacia la nada, un peregrinaje guiado por las luces de la publicidad y las que invitan a la perdición, un viaje vertical escribiera Enrique Vilamatas, un viaje a Boca do inferno, ese acantilado a donde asisten los suicidas lisboetas y que aquí se replica en el fondo de un vaso, una taza, un silencio de muerte, cito tres notas ocurridas en estas calles que aparecieron en el periódico:

Te encuentras sentado en la terraza de un café en la colonia del valle, enfrascado en algún debate político u filosófico ya que eres catedrático de la Universidad Nacional autónoma de México y de pronto llega un tipo pistola en mano a asaltar el lugar, rápidamente despoja de sus pertenencias a los comensales, cuando llega tu turno: Arrojas el líquido caliente de tu taza sobre la cara del asaltante luego dejas de existir pues te ponen una pepita entre ceja y ceja como describiera Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios, pepita igual a bala.

Esperas sobre el andén a que llegué el siguiente tren, estarás pensando en el guiso que humea y te aguarda sobre la mesa, en las pequeñas tareas cotidianas, en el examen de mañana, alguien te empuja: caes a las vías justo cuando el vagón arriba a la estación machacando tus huesos y matándote.

Estas comiendo tacos en un puesto callejero, quizá te preguntaste antes de ordenar ¿Cuánto costaran unos tacos? Así como el personaje de Me comprare un rifle de Guillermo Fadanelli cuando se pregunta ¿Cuánto costara un arroz con huevo estrellado? Te levantas sin pagar la cuenta: corres entre autos, uno te arrolla, concluye tu existencia.

Es posible morirse en estas calles. Continuamos nuestro andar, hoy mi hijo juega en parques con piso de polímero y estructuras espectaculares que retan los límites de su cuerpo y mente; yo jugaba en la calle como salvaje: con palos, piedras, al escondite, futbol, pura vagancia y felicidad, hoy las calles se ven deshabitadas ¿dónde están? Aunque me regocija ver los rostros de todos rostros de juan y de panadero como escribiera en Piedra de sol Octavio Paz lo que mas aprecio es la soledad, el vació de las calles y eso solo lo encuentra quien madruga: salía a las cinco de la mañana en Toronto y recorría la ciudad helada sin ver un solo ser humano ni siquiera en las ventanas…aprieto la mano de mi hijo para cruzar la avenida, su mirada aprende y ausculta el paisaje urbano, cuando sea hombre soñara y caminará sus propias calles sin tiempo de buscarme por estar embelesado en sus propias disertaciones, entonces yo quizá me vuelva polvo y me disperse borre para siempre sobre las calles y patios de la ciudad.

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