De pequeña me llevaban a jugar a un parque, que más que un jardín parecía una plaza. El suelo de piedra pulimentada era tan liso que, cuando llovía, en vez de charcos se formaban láminas de agua donde se reflejaban las copas de los árboles. Era tan raro que lloviera que cuando esto pasaba jugábamos a ver quién se deslizaba más lejos; cogíamos carrerilla y nos lanzábamos de lado con las piernas algo separadas para mantener el equilibrio. Solía ganar el que no se cayera, porque la caída iba asociada a un grito adulto cansado de advertencias y suponía el fin del juego. Los árboles ya eran enormes cuando yo los escalaba, aún me sorprende como pueden conformarse con ese cuadradito de tierra por parterre. Era divertido subirse a los ficus gigantes, sus ramas crean varios niveles para escaladores de distinta pericia. Las palmeras no se dejaban escalar y la estatua de mármol blanco estaba prohibida. Pero lo más característico de este este parque es la cantidad de palomas blancas que lo frecuentan, tanto es así que los alicantinos lo llamamos: el Parque de las Palomas.
Si llegaba antes que mis amigos me entretenía secuestrando las aves blancas, para el espanto de mi madre, que las consideraba poco menos que ratas con alas. De nada servía que yo le contara que eran mensajeras y que llevaban la paz o incluso el Espíritu Santo, que era algo que me habían contado en el cole.
Pero en cuanto nos juntábamos varios, nuestros juegos se centraban en los bancos de hierro. Unas veces un banco era un barco pirata que llenábamos de tripulación y si lográbamos llenar dos próximos, el abordaje era el mejor momento del juego. Otras veces era una nave espacial y nos sentábamos en fila, a horcajadas del respaldo, para despegar. Por supuesto el viaje no era tranquilo, había que resistir turbulencias, eso y no salir proyectado de un empujón. De recuerdo nos llevábamos un rosario de moratones y rasguños, que cuando se hacían cicatriz, las lucíamos orgullosos.
La fuente servía para mojarse, para que beber de ella si se pueden llenar globos de agua con los que hacer batallas de colores. Íbamos al quiosco a comprar chucherías y más globos de agua.
Hoy recuerdo el parque de mi infancia sentada en un banco de Bruselas. Alguna persona me ha mirado con desaprobación por estar sentada en el respaldo con los pies en el asiento. Empieza a llover pero no saco el paraguas. Me subo la manga del jersey y toco mi cicatriz del codo, sonrío recordando cuando los bancos no servían para sentarse.
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