LOS VIERNES Y LOS SÁBADOS

LOS VIERNES Y LOS SÁBADOS

Alicia Prack

28/12/2017

Me contaba el abuelo que los viernes y los sábados, no se podía estacionar el automóvil cerca de Perón y Ayacucho, esquina donde El Altillo se colmaba tanto de turistas, como de argentinos que llegaban desde todos los rincones del país.

Etiqueta obligatoria y tarjeta invitación, con la firma de recomendación al dorso, eran los requisitos para pasar una gran velada, en el último piso del moderno edificio.

Si se buscaba cena internacional, show deslumbrante y la exquisitez del buen vivir, había que reservar con gran antelación, una mesa para diez personas, como mínimo.

Sucedió que un viernes como tantos otros, no quedaba un lugar libre en las mesas dispuestas con mantelería y cristalería de finísimo gusto, que hablaban por sí solas del dueño del selecto restaurante. El árabe, Rachid Nazar, gustaba de la opulencia y el alarde de riqueza, de manera que a modo de clarísimo marketing, se paseaba entre las mesas, saludando a cada uno de los invitados y colocando, como obsequio, una hielera con dos botellas de champagne, en el centro de la mesa. Lo hacía ataviado con túnica de seda y luciendo mucho oro en su cuello y muñecas. El detalle más excéntrico era el pequeño brillante engarzado en uno de sus caninos superiores que mostraba al sonreír.

El show fue el mayor atractivo esa vez, ya que habían llegado a Buenos Aires las tres hermanas más famosas del mundo del showbusiness, las odaliscas Amina, Zobeida y Fahima, para actuar allí en exclusividad.

Al promediar la cena, el cambio de luces y la nube perfumada que invadía el escenario giratorio, anunciaban el comienzo del show tan esperado.

Al compás del derbake y los chinchines, una a una fueron apareciendo como salidas de un cuento de las mil y una noches, las bellas bailarinas.

Muy pronto, el entusiasmo del público masculino iba en aumento, en franca competencia por bailar con las jóvenes, quienes elegían compañero de danza al azar entre las mesas.

Las manos se estiraban para enganchar billetes en los bordes de las caderas y los escotes de las odaliscas.

El Altillo brillaba como nunca. La música sensual creaba un clima especial que se acercaba peligrosamente al desborde y a la transgresión.

Hasta que ocurrió lo inesperado. O quizá esperado, debido al desenfreno general. Un audaz cliente, sin que nadie pudiera evitarlo, en un par de movimientos le quitó el traje a una de las jóvenes, dejándola prácticamente desnuda ante la vista de todos.

En menos de lo que se tarda en parpadear apareció un joven ataviado de árabe como Rachid, y mostrando un filoso alfanje en su mano en alto, detuvo al entusiasta invitado alcoholizado con la ayuda de dos fornidos ayudantes del lugar. Lo arrastraron hasta el palier, cerraron las puertas y pusieron fin al episodio.

La fama de El Altillo aumentó en consecuencia, y obtener un cubierto para cenar allí era cada vez más difícil.

Lo más atrayente que tenía el lugar era la infalible posibilidad de calmar la sed de vivir algo diferente que sólo poseen los que desean, pura y exclusivamente, un poco de diversión…

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