Durante más de media hora, todos los críos del barrio estábamos detrás de los coches de la Policía Nacional a la espera de que lo sacaran de su casa. No era la primera vez que eramos testigos de aquella misma situación. Esta vez era por atraco a mano armada y estaríamos mucho tiempo sin volver a verlo.

Teníamos a Pablo como algo habitual, siempre estaba allí. Su adicción a la heroína lo convertía en una incontrolable bestia amable. En sus momentos de lucidez, nos conocía a todos nosotros. En aquellos años, nos acostumbramos a ver a muchos otros como Pablo sin que nuestra visión de niño pudiera ver lo que inundaba nuestras calles. Entonces ya tenía claro en lo que nunca me convertiría.

Delante de su casa todavía no se había construido la gran mole de hormigón que hay hoy en día que une un barrio con otro, y los campos y huertos nos daban toda la libertad que necesitábamos en aquel momento.

Toda la vida se concentraba a lo largo de aquella pequeña calle. Las tiendas de barrio llenaban de diferentes aromas todo el entorno y el ir y venir de los vecinos daban color y música desde bien temprano por la mañana hasta bien entrada la noche. Nada nos hacía pensar que existirían unos monstruosos edificios llamados centros comerciales y que el concepto de comercio iba a cambiar radicalmente. La panadería ya funcionaba a las 5 de la mañana haciendo pan de verdad, la leche íbamos a buscarla recién ordeñada a la vaquería y las frutas y verduras las teníamos en la frutería de la esquina traídas cada día de los campos cercanos.

La falta de asfalto en toda la calzada, de la que tanto se quejaban todos los vecinos, para nosotros era una fantástica pista de derrape ideal para nuestras bicicletas y una buena lija para nuestras rodillas y codos. Sólo había un escalón en la puerta de un local, que tenía la suficiente altura y anchura como para estar sentados cómodamente durante horas. Nuestras charlas sin importancia para los mayores, nos llevaban a perder la noción del tiempo y muchas veces a ganarnos una regañina por llegar tarde a casa. Era nuestro punto de encuentro. No había que quedar con nadie a ninguna hora, ya nos veríamos allí.

Pablo salía custodiado por dos policías y con las manos esposadas a la espalda. Todos empezamos a corear su nombre como si fuera una estrella del rock y nosotros sus fans. En aquel instante, pude ver el dolor y sufrimiento de su alma, reflejada en su deteriorada y triste cara. Creo que fue en aquel momento en el que todos fuimos conscientes de lo que estaba pasando a nuestro alrededor. En cualquier rincón encontrabas jeringuillas manchadas con sangre y siempre había alguien dispuesto a regalarte o venderte una dosis. Los maravillosos años 80 habían empezado. A Pablo no lo volvimos a ver.

Cuando los coches de policía doblaron la esquina, nos fuimos todos cabizbajos, arrastrando los pies con movimientos pausados y sin decir ni una palabra. Realmente no sabíamos como analizar aquella situación, solo unos pocos comentarios aparecieron minutos después.

Durante el resto del día, nuestros juegos fueron momentos de meditación más que otra cosa. Todos repetimos en varias ocasiones que nunca nos veríamos igual y empezamos a hablar seriamente de lo que teníamos pensado hacer con nuestras vidas. Coincidíamos en que a ninguno nos gustaba estudiar y evidentemente seguiríamos con la tradición de nuestras casas, de nuestro barrio y de nuestra calle, aprender un oficio y ganarnos la vida trabajando. A fin de cuentas, vivíamos en un barrio obrero, en una calle con vecinos trabajadores y la mayoría, honrados padres de familia.

A última hora de la tarde, solo nos distrajo que apareciera el «hijo puta», apodo que le pusimos en honor al oficio de su madre, y que nos traía un par de «litronas» bien frías.

La jornada había sido muy calurosa y la noche, aunque comenzó despejada, dejó caer una ligera llovizna que refrescó nuestras caras requemadas por el sol. La noche empezó oficialmente con el canto de los grillos y las pocas nubes, que minutos antes nos habían refrescado, desaparecieron por completo para dar paso a millones de estrellas que en aquel entonces todavía se podían ver sin que la contaminación lumínica las ocultara.

Había llegado la hora de irnos a nuestras casas, con una extraña sensación de todo lo que había acontecido aquel día. A fin de cuentas, vivíamos en la Calle de Bailen, donde la batalla continuaba cada día y donde nunca nos daríamos por vencidos.

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