Yo no quiero ser pobre

Yo no quiero ser pobre

Cuando los niños se enteraron que Aníbal el novio de Rosa la niñera era el sepulturero del barrio, solo querían conocerlo. Es que escuchar historias de muertos contadas por alguien que vivía con ellos, tenía que ser espectacular.Todos los días, los niños le rogaban a Rosa que los llevara a conocer a Aníbal, pero una y otra vez, ella se negaba. Les repetía que el cementerio no era un lugar para niños, que las paredes ya no eran blancas sino verdosas y, que además, era muy peligroso porque en cualquier momento se venían abajo.
Para ir al cementerio los carros tenían que pasar por la 32 F, la calle donde todos habían crecido. En las tardes, después del colegio, se sentaban felices a esperar ansiosos, que pasara algún muerto. Cuando en la esquina se asomaba la larga fila de carros, miraban boquiabiertos cómo se acercaba el coche fúnebre. Con las manos encogidas arañaban la camiseta del vecino mientras se les congelaba el aliento hasta que desaparecía el último carro al final de la calle. Entonces suspiraban hasta desinflarse y atacaban de nuevo a Rosa con sus ruegos, convertidos ahora en súplicas.

—¡Rosa por favor, llévanos al cementerio. Seremos los mejores niños del barrio y no diremos ni una sola palabra.

Ante esa insistencia continua y agotadora, Rosa aceptó hablar con Aníbal. Dos días después, les confirmó que el viernes de la semana siguiente los recibirían a las seis en punto de la tarde cuando cerraran las puertas al público. No quería meterse en problemas.

—Serán solo unos minutos—les dijo Rosa. —Pues los espíritus salen cuando se oculta el sol y es mejor evitar riesgos.

El asombro y la excitación invadieron esos pequeños rostros de los niños de la calle 32 F y desde ese momento no dejaron de hablar de muertos, claro que con mucha precaución, ese secreto había que guardarlo hasta el último momento, no fuera que se desbaratara la visita.

Por fin llegó el día esperado y salieron todos juntitos calle abajo con una risa nerviosa que no paraba. Hablaban con una emoción que los recorría desde la cabeza hasta los pies y con pasos, que eran casi pequeños saltos, se movían de prisa. Al doblar la esquina, cuando la 32 F no se veía, Rosa se detuvo y les susurró en un tono casi imperceptible:

—Una vez Aníbal me llevó a ver la habitación especial.

Y tras un momento de vacilación, los niños la rodearon para escucharla mejor.

—¿Y por qué es especial? —preguntó uno de ellos.

—Pues porque allí es donde están las momias.

—¿Las momias?— gritaron todos al unísono.

Rosa recupero el tono normal de su voz y dijo:

—Bueno vamos de una vez. De todas maneras no creo que Aníbal se atreva a mostrarles eso tan miedoso.

A las 6 en punto, llegaron al acceso principal del cementerio de Belén. Sin espabilar siguieron a Aníbal mientras evitaban los huecos húmedos de lo que había sido un camino de piedra, y que hoy, estaban repletos de raíces y malezas, que crecían libres y desordenadas.

—¿Nos vas a llevar a la habitación de las momias?—preguntó el niño más valiente. Pero no hubo respuesta y nadie más se atrevió a hablar.

La luna se insinuaba sobre los cuatro pisos de lápidas grises que ocupaban una forma curveada donde habitaban los muertos. En un gesto mecánico, Aníbal retiró las flores secas de una señora que había fallecido en 1968 y en ese instante se escuchó la campana indicando que ya eran las 6:15 de la tarde.

Mientras caminaban hacia la capilla interrumpió de nuevo el niño valiente, pero en un tono más bajo. Ya no sentía la misma confianza que la primera vez.

—¿Nos vas a llevar a la habitación de las momias?

—¡Sí Aníbal! ¡por favor!, no le diremos nada a nadie ¡Llévanos a ver las momias por favor, por favor! —dijo decidido otro niño valiente para apoyar a su amigo.

Por fin Aníbal respondió después de dudarlo unos minutos.

—¡Está bien! pero primero recemos algo para protegernos, no sea que se nos quede un espíritu adentro. Vengan por aquí muchachos yo se las muestro de una vez y me dejan tranquilo.

Llegaron a la aislada habitación y se filtró de nuevo un silencio sepulcral. Nadie se movía. Aníbal sacó el manojo de llaves de su bolsillo y escogió la llave más antigua. Era cilíndrica, perforada en uno de sus extremos en forma de anillo que le permitía colgarla del llavero. La introdujo en la cerradura y giró cuidando que nadie se acercara. Miró con cautela antes de terminar de abrir la puerta para cerciorarse que todas las momias estuvieran en paz.

—Bueno, ahora sí pueden mirar—dijo—, pero desde afuera.

Y uno a uno fueron pasando en un orden jamás visto. Miraban un par de minutos y daban la vuelta para cederle el turno al niño siguiente. La confusión, el espanto y el miedo invadieron la habitación. Un cúmulo de pieles secas y rígidas descansaban unas sobre otras con sus pelos largos de colores blancos y amarillos que parecían manojos de cabuya gruesa; las uñas eran tan largas que la mayoría estaban ensortijadas; y los talones eran huecos amorfos mordidos por la ratas y por los años.

Cuando Aníbal cerró la puerta se escucharon las campanas. Eran las 7:00 de la noche.

—Vamos niños —dijo—Es hora de irse.

Caminaron muy pegaditos y mudos hacia la salida. Una vez pisaron la acera dijo Rosa en tono serio y nostálgico:

—Todos estos muertos eran muy pobres. Seguro que sus familias no tenían como enterrarlos.

Nadie pronunció palabra y regresaron a sus casas con pasos lentos y bocas cerradas.

Después de unos minutos el niño valiente dijo con determinación:

—Yo no quiero ser pobre—. Y siguieron en silencio hasta la calle 32 F.

YO NO QUIERO SER POBRE

CEMENTERIO DE BELÉN- MEDELLIN, COLOMBIA

diciembre 2017

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