La Calle de los Sueños

La Calle de los Sueños

Una mañana apareció de repente. Allí sentado, junto a la verja de la «casa grande», como solíamos llamar a aquella mansión deshabitada desde hacía más de un siglo, y de la que nadie sabía quién era su propietario. Esa mañana sorprendió con su presencia a todos los vecinos de nuestra calle; ahora sé que no fue casualidad que desde su creación alguien la rotulara con el nombre «Calle de los Sueños».

Cada tarde me sentía vencida por la curiosidad y me detenía a cierta distancia para contemplarlo, hasta que al caer la noche se introducía en la casa. Sabía que a la mañana siguiente aparecería en el mismo lugar. Entre los vecinos comenzaba a murmurarse que el viejo estaba algo chiflado. Se trataba de un anciano de aspecto desaliñado y aunque saludaba a todos con exquisita amabilidad, nadie quiso nunca entablar conversación con él.

Nadie… excepto yo.

Una de esas tardes, tras unos minutos de titubeo, acepté su invitación para tomar asiento a su lado y me contó una historia tan sorprendente, que siempre la retuve en mi memoria.

Decía que cuando era niño conoció a un anciano en ese mismo lugar donde nos encontrábamos y que ese anciano le contó una maravillosa historia de sueños. Que desde que oyó aquella historia, deseó con toda su alma vivir cientos de vidas diferentes y que al fin pudo conseguirlo; pero que para ello se vio obligado a abandonar el pueblo ya que tanto su familia y amigos, como todos los que le conocían, comenzaron a tomarlo por loco.

—Soñé que me convertía en perro y lo logré. Vivía en la calle alimentándome de lo que encontraba rebuscando entre la basura. Las peleas eran continuas. ¡Mira! ¡Mira aquí! —dijo mientras me mostraba una cicatriz cercana a su cuello—. También quise ser árbol; un árbol de un espléndido parque. Bajo mi sombra se prometieron amor eterno muchos enamorados. ¿No me crees? ¡Aquí están las pruebas! —exclamó al tiempo que se levantaba un poco la camisa para mostrarme varias cicatrices en forma corazones atravesados por flechas, en cuyo interior podían apreciarse algunas iniciales—. Ser viento me resultó muy divertido; ayudaba a los niños a mantener el vuelo de sus cometas, hacía girar las aspas de los generadores, hinchaba las velas de los barcos, mecía las copas de los árboles… También fui roca, río, ola, lluvia, hierba… Vivir todas esas otras vidas me hizo sentir más humano.

El anciano sonrió al observar en mi rostro un gesto de incredulidad que no pude reprimir.

—Otro día te contaré cosas de cuando me convertí en delfín. ¿Sabías que sus cerebros nunca descansan y que por eso duermen con un ojo abierto y el otro cerrado? ¿Y que algunos delfines son capaces de emitir sonidos especiales que algunos científicos asemejan a versos de amor que el macho dedica a su hembra? ¡Mira! ¡Mira! —exclamó mientras su boca emitía un sonido agudo y penetrante que me hizo reir—. Ahora que ya soy viejo pretendo cumplir mi último sueño. ¿Sabes? —dijo extendiendo su brazo para señalar al cielo—. ¡Pronto me convertiré en nube!

»Se hace tarde chica; creo que deberías marcharte a casa para no preocupar a tus padres —añadió, para dar por finalizada aquella primera conversación.

Durante algún tiempo lo visité cada día para oír lo que al principio me parecieron disparatadas historias. La gente nos miraba y sonreíamos «creen que nos estamos volviendo locos», decía a menudo. Con sus relatos consiguió que llegara a pensar en la posibilidad de que todo lo que contaba pudiera ser cierto.

—¡Créeme! ¡Solo debes desearlo con todas tus fuerzas y lo conseguirás! —afirmaba con frecuencia.

Una tarde no lo hallé en el sitio de siempre. Había desaparecido tan de repente como apareció. En su lugar encontré un pequeño cofre conteniendo dos llaves y una breve nota dirigida a mí: «Abre las puertas a tus sueños».

Tras abrir la cancela, atravesé el jardín abandonado desde hacía siglos y accedí a la vivienda. En la entrada hallé unos documentos en los que el anciano me nombraba única heredera de aquella inmensa mansión. Dentro se almacenaban, ordenados, infinidad de objetos antiguos de todo tipo, procedentes de distintos lugares del planeta. Cuando salí, tomé asiento en la entrada y miré al cielo. Una pequeña nube se detuvo durante unos instantes para luego continuar su rumbo hasta desaparecer. Entonces supe que jamás volvería a verle.

Después de un tiempo no podía apartar de mi memoria todo lo ocurrido y cada vez con más frecuencia visitaba la casa. Allí, observando los objetos, fantaseaba sobre los viajes y las aventuras vividas por aquel anciano. Lo que me parecían minutos, en realidad eran varias horas en las que, como tras haber vivido un fantástico sueño, me sentía diferente por completo. Después solía sentarme para recordarlo, en el mismo lugar en el que lo conocí.

Cuando en la calle se comenzó a murmurar sobre mi extraño comportamiento, decidí llegado el momento de soñar de verdad, como él me había enseñado, y nadie volvió a verme.

No os aburriré con mis vivencias durante todos estos años transcurridos desde entonces. Prefiero que las imaginéis. Solo os diré que he vuelto casi setenta años después, con el cuerpo lleno de cicatrices y que paso los días esperando sentada en la verja de entrada a la mansión donde solo entro al caer la noche.

La gente me mira sin llegar a reconocerme; creo que piensa que pido limosna o que tan solo soy una vieja que ha perdido la razón, y se limita a esquivarme. De vez en cuando, un chico suele detenerse para observarme desde la distancia.

Mañana pienso invitarlo a tomar asiento a mi lado y le contaré mi historia. Debo cumplir la misión que me obligó regresar. Debo conseguir que esta calle continúe siendo lo que siempre fue: la Calle de los Sueños.

—Fin—

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