Mi abuelo Telmo cuenta que cuando yo tenía dos años, la tía Carmen me tendió su vieja cámara de fotos y desde entonces no han podido quitármela de las manos. Aún conservo el leve recuerdo de la cantidad de botones que pedían a gritos ser presionados, y la ventana liliputiense por la que veía todo lo que acontecía a mi alrededor.
Y sí, ya son más de tres décadas las que separan a ese aprendiz que fui del hombre que hoy mira a través de su ojo adoptivo: una Canon (algo más moderna) con ansias de calles con nombre y de rostros con textura que deambulen por la vía haciéndose notar.
A veces la tía Carmen me llama «el cazador de calles», y es que disfruto apropiándome de ellas. De calles con un estilo de vida singular: calles tatuadas con arte urbano por los cuatro costados; calles siseantes que escuchan el musitar de las gentes y callan para guardar las apariencias; calles que esperan pacientes que el cartel de obra sea sustituido por otro que las bautice; calles durmientes que no temen la ceguera nocturna gracias al brillo tímido de las farolas y alguna que otra compañía gatuna.
Hoy toca la pequeña ciudad de San Luis Obispo, que se encuentra a galope entre dos señorías: Los Ángeles y San Francisco.
No vine atraído por sus estampas lugareñas, sino por la noticia de una curiosa calle cubierta de chicles, que aunque no apta para escrupulosos, promete sosiego a mi ojo adoptivo. Y heme aquí, en la 733 de la Higuera Street.
Una voz electrónica me repite que he llegado a mi destino. Apago el teléfono. Pongo a punto la Canon. Miro al frente; el pequeño callejón se adivina entre los negocios colindantes. Estoy a punto de tomar una perspectiva; retrocedo dos pasos sin dejar de mirar por el visor, cuando algo o alguien de pelo azul tropieza conmigo. Me golpea el hombro con una virulencia adolescente exenta de disculpas, y me dedica un «¡Quita de en medio carcamal!» en un inglés de la calle que preferiría no haber entendido.
Ella debe tener apenas quince, o quizás menos. Se detiene frente a los cuatro metros de muros ensalivados que delimitan la zona y aprovecha para teclear a una velocidad vertiginosa en su teléfono, a la vez que mastica un chicle con la boca abierta. De pronto, una esfera rosa emerge de sus labios, cubriendo la mitad de su rostro púber. Con descaro, revienta la esfera con una de sus uñas esmaltadas en azul cobalto, y sigue masticando, sin dejar de mirar la pantalla. Busco el ángulo para capturar todo aquel cuadro. Lo tengo, pero ella se gira. Se siente observada, pero no soy yo, es mi ojo quien la mira.
Un cartel advierte a los visitantes de Bubblegum Alley, que limiten sus chicles al callejón.
No lo imaginaba tan estrecho.
En la entrada, un anciano ataviado con una manta, vende chicles a un dólar. La chica le compra un paquete y se pierde en el famoso pasillo de cientos de chicles masticados.
Al entrar, me envuelve un fuerte aroma a fresa y menta, y es entonces cuando soy consciente de que estoy rodeado de miles de golosinas para rumiantes.
Un chico de gorra negra entra en escena abriéndose paso entre los transeúntes de la Higuera Street. Mi ojo adoptivo capta el momento en el que el chico abraza por sorpresa a la chica de mechas azules. Se besan. Ella abre el paquete de chicles y le ofrece uno al chico misterioso. Mastican, se ríen, hacen pompas… y de nuevo se besan, intercambiando sus chicles en un tórrido beso. El chico se separa, y saca una bola gomosa de su boca. Capto el momento en el que la pegan juntos en el muro y me alejo para no intimidarlos.
—El amor… no es lo que era —me susurra el anciano de los chicles—. Ese chico ha venido ya tres veces esta semana con una chica diferente. Y a todas les vende la misma fábula romántica.
Sus agrietadas manos acicalan sus cabellos color ceniza; y sin esperar ninguna respuesta por mi parte, me dedica una charla magistral sobre los inicios en la década de los cincuenta, de la tan llamativa costumbre de pegar chicles con motivo de celebración en este curioso callejón.
Escucho, observando el escenario que ofrece el anciano: en el suelo, un modesto cartel de cartón dice «CHICLES $1»; junto a él, destaca un higienizador de manos (—para los más melindrosos —, me dice). Apenas hay expuestos unos cuantos paquetes de chicles de los sabores más básicos, pero la gorrilla que acompaña la escena parece no albergar un exiguo botín: varios billetes de dólar asoman osados por la visera.
Me sumo a la colecta, y le compro un paquete de menta. Me siento a su lado, en el suelo; parto el chicle a la mitad y le ofrezco una de ellas. El anciano, sin dejar de hablar, me lo acepta con humildad.
Le pregunto si saca suficiente para vivir con los chicles; entonces estira su tupida barba y me contesta algo que me toca el alma para siempre:
—No estoy aquí por el dinero, joven. Sino por las historias. Estoy solo, no tuve hijos, y mi mujer murió hace más de diez años. Sin este lugar, no tendría nada. Allí fuera, no soy nadie; soy un de la calle, un vago, un borracho… Pero, amigo, en este callejón, soy el viejo de los chicles, soy parte de su historia. Soy parte de su primer beso, de su ascenso laboral, de su pedida de mano, de su primer hijo… soy parte de todo lo que vengan a celebrar.
Me conmueven sus palabras, le miro con ojos vidriosos y le abrazo. Le sugiero ser parte de su historia, pegando mi chicle en su callejón y que él sea parte de la mía dejándose retratar.
Coloco mi ojo adoptivo en posición y disparo.
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