Historia en versos & prosa (con música de fondo)

Historia en versos & prosa (con música de fondo)

(A mi madre que entendía mis historias …)

A mi madre,

y a todos los que se han quedado solos.

Gota a gota, se han vaciado

de sus momentos,

todos juntos, se han marchado,

se han salido de su otoño,

se atropellan esas hojas de recuerdos.

Sin su verde,

van cayendo para siempre,

para siempre van flotando,

confundidas para siempre.

En un planeo constante, cabizbajas, inhibidas.

Se unen al manto marrón,

húmedo, pegajoso, compacto, corroído.

Techo de gusanos sin crisálidas que guarden alas de colores,

los devoran.


Y en un brevísimo instante,

sólo el tronco sin vestidos.

Sólo el helado viento,

sólo el tapiz descuidado de las huérfanas hojas,

sólo unos dedos sin huellas, que las recojan.

Ni tan sólo le ha quedado,

el dolor de hace un momento.

Solapándose en la rama,

una espina caprichosa,

impidió que acariciara,

la más triste de las rosas.

Érase una vez un niño que había dejado de sonreir y de jugar, desde hacía algún tiempo. Y no porque viviera en una casa vieja y casi azul, como decían sus amigos. Ni tampoco porque su padre no fuera nunca a buscarlo a la escuela, ni porque no lo abrazara, ni le regalara una gorra nueva, que cuando fuera a cogerla, se la quitara con un engaño divertido, para luego entregársela y volverle a dar un abrazo distinto; porque ese abrazo, era el que llevaba, seguramente el beso. Así era, lo había visto una vez.

Decía el jardinero, que vive casi enfrente, en la casa vieja y pintada de azul, reciente; que un día, cayó en la cuenta que no veía en el jardín, a la madre del chico, desde hacía ya algún tiempo, y que no preguntaba al respecto, porque a su hija le molestaba ver a «esa mujer», cantándole siempre a las flores más rotas. «Está loca», pregonaba en voz alta a sus vecinas de entusiasmadas risas, cortantes, angostas. Cuando su nieta le decía adiós al niño triste, la regañaba y le decía en tono serio, que era feo saludar a ese niño que no tenía un padre que lo visitara, aunque fuera, un ratito en la semana. «Por algo será», murmuraba.

Un día que paseaba por la acera, lo vi sentado en la mesa de su portal. Largo rato contemplé al niño triste. Miraba fijamente algo que estaba sobre un mantel de unas flores desgastadas. Seguramente era un libro. Entonces alguien llamó desde dentro de la casa, con una voz baja e indecisa. Me acerqué al portal, y una hoja blanca sació mi curiosidad. Entonces la hoja quedó sola, aprovechó el descuido y se elevó en el aire qual piuma al vento.

La puerta quedó entreabierta. Contemplaba silenciosa, el folio que se marchaba. Mientras, el sol la ayudaba, alumbrando sin clemencia los sorprendidos senderos. Las sombras se atropellaban en su huida, como cuando las aves se asustan, se alejan, y lanzan desde el cielo sus graznidos majaderos, así lo hicieron. Sus rayos se disfrazaron de gemas desperdigadas. Grande fue mi sorpresa, las gemas sólo llegaron hasta el borde del portal, rozando sólo su orilla. Quedaba la casa a oscuras. Sólo hasta allí llegaba la ilusión de la mañana, de brillante azul celeste y parlanchines gorriones; dejando sola la tarde sin pájaros y sin flores.

La hoja siguió volando, se alejó apresurada de aquella casa marchita y ventanas que guardaban, como si fueran tesoros, sus tiestos de secos oros.

Corrí detrás de la hoja, como si fuera a la guerra, y yo fuera la bandera …

«La bandera de los versos asonantes,

que luchaban letra a letra,

con las manos agarradas de las rimas humilladas:

¡Que no encierren al poema!, repetían.

¡Que lo dejen siempre libre!,

bramaron las distintas bocas.

Mientras la tela flotaba hacia todas partes,

sola …»

Aquel papel parecía una perdiz, clara como una nube que se desprende del agua de las tormentas oscuras. Mis dedos de galgo no erraron, alcanzaron en un salto, su claro vuelo agitado. Mas no revoleteó furiosa con mi rudo abrazo. Quedó, en silencio; sorprendida. Iba llena de palabras sueltas, escritas sobre sus plumas, que quedaron protegidas, entre mi pecho y mi espada rota.

Retorné sobre mis pasos, fui por el mismo camino, de jacintos y de olivos, con las mismas sombras grises descansando en los rellanos, y con la suave perdiz como un bálsamo en mis manos.

Penetré en la tarde del portal. No estaba el niño. A través de la ventana, entró mi mirada curiosa y se detuvo en unas manos enlazadas, muy hermosas. Unas salían de un nido, débiles, temblorosas, que apretaban entre sus dedos, otras manos nuevas, tristes, imberbes, temerosas.

Dejé el folio en la mesa del portal, entonces brilló el poema, cuando pretendí marcharme, la húmeda tinta logró manchar mis mano, con la humedad de sus letras. Mis ojos entrometidos leyeron lo que había escrito:

Lo dejé sobre la mesa del mantel cansado de soledad. Una lágrima esperaba paciente en mi mejilla. Por fin el viento le anima a bajar y a romper contra mi boca, dejando un sendero de sal, mostrándoselo a las otras.

De la hoja saltó al vacío un gemido. Levantó su mirada amable. Entonces ella lo vió volar. Escuché yo un triste trino, que llegó hasta mí. Y rápido se volvió a posar, en la suave mano del niño, su pequeña mano. Seguro cálida, húmeda, silenciosa, como la perdiz.

No se defendió. Nunca quiso huir de las tardes sin gorriones del portal. Y se dejó atrapar. Ella acercó sus labios secos, a la frente humedecida. …

Bebió en el beso ……….

Sació su sed ………

y se quedó ………

profundamente …………

dormida…………………..


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