“Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde sin pozo blanco, sin cielo azul y plácido…»
J.R.J
Como si una fuerza extraña te impulsara hacia adelante, como si alguien te gritara desde dentro, oyes una voz audible y aceleras los pasos, doblas la esquina, recorres varias cuadras por las calles y llegas a tu destino, abres el portón, subes las escaleras y un terror invade tu cuerpo, tienes miedo de abrir la cerradura del cuarto, sientes un escalofrío que escarapela tu piel; entonces te viene a la memoria, aquellos versos ya olvidados: “…el espanto seguro de estar mañana muerto y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que apenas sospechamos…y un futuro terror…”. Escoges la llave más pequeña y abres la puerta con mucho temor, como si al otro lado te encontrases con lo desconocido e impenetrable. Das unos pasos, respiras un poco, sientes una leve sensación de angustia que recorre todo tu ser, en el cuarto no hay nadie excepto tú; amargas lágrimas de infelicidad desbordan por tus mejillas cual copioso río que confluye hacia el oscuro remanso de la muerte. ¿Qué sentido tiene ahora tu existencia? ¿Vale la pena continuar el camino? Has vuelto a la realidad, no eres nada, solo una sombra, un punto gris en medio del universo infinito. Tu mente se puebla de recuerdos e imágenes del ayer. Estás ahí, niño aún, jugando con otros niños de tu edad, paseando por un bosque maravilloso, un jardín cubierto de hermosos árboles frutales. Es el paraíso de tu infancia. Si siempre te hubieses quedado ahí, si el tiempo no hubiese transcurrido, si te hubieses quedado como Alicia, atrapado tras el espejo, no tendrías por qué sufrir como ahora. Pero, estás ahí, completamente solo. Miras la recámara, observas tu retrato sobre una mesa de cristal; la nostalgia te invade y no puedes evitar que el llanto, una vez más, humedezca tu marchitado semblante. Es inevitable, tienes que salir, no puedes permanecer ahí, no ahora, sales para combatir la soledad y encontrar una certidumbre metafísica. Afuera, divisas una muchedumbre que se agolpa alrededor de algún bufón. Pasas de largo y recorres los escaparates de las tiendas de periódicos para ver alguna noticia que te impacte, pero no hay ninguna que llame tu atención. Entras a un restaurante, te acomodas en la silla y ves acercarse a una encantadora joven que con acento suave te dice tiernamente al oído:
-¿Qué se le ofrece Señor?, aquí tiene la carta.
-Tráigame un arroz chaufa niña.
-Algo más, Señor.
-Una gaseosa Fanta. Eso es todo.
El recuerdo de tu madre enferma te lleva a la estación ferroviaria, vas a visitarla. Subes al tren y luego de un recorrido de 25 kilómetros se detiene y bajan los pasajeros en el tramo final. Desciendes, das unos pasos y abordas un taxi azul que te conduce hasta la autora de tus días. Al llegar, tocas el timbre; una mujer alta, delgada, tez blanca, ojos marrones, de unos 27 años abre la puerta y te abraza fuerte y efusivamente:
-¡Cómo has estado hermanito, te hemos extrañado mucho!
-Gracias Solange, gracias, gracias, ¿Dónde está mamá?
– En el jardín, junto al sepulcro de papá, se puso mal desde que él murió.
Ingresas al jardín y observas tiernamente a tu madre, tiene una enorme cicatriz en la frente, testigo mudo de lo que padeció estando tu padre en vida. La abrazas tiernamente, te pones a jugar con sus cabellos canos, la acaricias y la tienes así un buen rato.
-Mi pobre Carlitos, cómo has envejecido, tienes poblada de nieve las sienes y los pliegues de tu rostro van marcándote para siempre.
-¿Por qué tardaste tanto en venir a verme?
-¡Perdóname madre!, el trabajo en los tribunales me impide atender muchas cosas, trataré de visitarte mucho más seguido. ¡Te quiero mucho mamá!
-Querer y amar son cosas distintas hijo mío- Os amo a todos, judíos y no judíos, cristianos o moros como decía el poeta. Vayamos a almorzar, debes estar con hambre.
-Gracias madre, gracias por todo, gracias por enseñarme muchas cosas y ser la mamá más buena del mundo. Te preguntas ¿Qué habrá querido expresar cuando dijo: “Os amo a todos, judíos y no judíos”?, pues que yo sepa, ninguno de nosotros es judío.
-Tampoco me halagues tanto Carlitos, no es verdad, solamente soy una de tantas madres que sufren al paso irremediable de los años y la soledad que invade nuestro ser cuando alguien que amamos se ha ido para siempre.
Te sientas a la mesa y comienzas a saborear el exquisito almuerzo que mamá ha preparado, al cabo de dos horas te ves descansando en el sofá y sueñas con tu infancia perdida en un tiempo distante, juegas a las escondidas con tus primos, los buscas y no los encuentras. Vagas por un bosque inmenso lleno de frutas silvestres, poblado de mariposas multicolores y con un bello sol radiante. Cruzas la pradera y llegas a la desembocadura de un majestuoso río de aguas diáfanas y transparentes que se deslizan por todo el corazón de una montaña. Despiertas y te das cuenta que todo ha sido un sueño nada más. La noche te cubre con su manto, añoras regresar a ese pasado imborrable de indescriptible felicidad. Quieres retroceder, aunque sea unos instantes y verte otra vez jugando con los niños de tu edad, en el patio de la escuela o en el jardín de la abuela María. Nada de eso ocurre ahora, te sientes inútil, con los años a cuestas y un mundo de problemas sobre tus hombros.
-Bueno madre, otro día te visito, gracias por todo. Tu madre se despide como si nunca más se volvieran a ver. Se pone triste y un negro presentimiento invade su ser; no puede evitar que lágrimas invadan sus tiernas mejillas. Lloras también, la abrazas fuertemente, le das un beso en la frente y te pierdes en el horizonte lejano de ese anochecer.
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