Un hombre hecho a sí mismo

Un hombre hecho a sí mismo

Alberto Arévalo

16/12/2017

Un hombre hecho a sí mismo

“Ser pobre no es carecer de carácter. Es carecer de dinero.” Rutger Bregman

Hilario está atascado. En sus años de formación se tomó muy en serio los mandamientos del emprendedor y, mayormente, los del autodidacta. Ahora, sin embargo, anda medio descreído. Todo se le hace farsa, teatrillo, ficción. Quién le hubiera dicho entonces que el individualismo -golosina de sus tiempos mozos- hoy se le iba a hacer bola.

Detrás de la puerta del baño alguien tira del pomo y llama con insistencia.

– ¡Está ocupado, joder!

Ya nada es como era. Hilario tampoco es el mismo. Tira de la cadena. Un sudor frío le destempla. Siente que todo va a perderse por el sumidero de la historia. Estertor. El espejo del baño le está zurrando duro en el hígado con el esbozo del alma de un desconocido travestida en un rostro gastado. Se supone que eso es él. Hilario devuelve el golpe al espejo. Upper cut. Un cliente aporrea la puerta. La estampa de Hilario se estrella contra el suelo. Añicos. El estrépito le devuelve a la grasienta realidad.

– ¡Ya va, ya va!

Unos tanto y otros tan poco, coño. Si quería remar, antes tenía que hacer piña con la peña. Eso lo primero. Habían quedado atrás los tiempos de ir por ahí sin pensar en nadie ni en nada, dando tumbos, perdiendo balas. Ahora tocaba arrimar el ascua.

– Como esto siga así me va a dar un chungo.

– …

Sube sin fuelle las escaleras y se aferra al único sostén que le queda: la barra de “El Exilio”.

– ¿Dónde está mi amigo, el otro camarero?

– …

– ¿Ha acabado su turno?

– …

Hilario sale a liarse un pitillo.

– ¿Tienes lumbre, simpática?

– …

A la tercera calada ya está aligerando el paso por la transitada avenida de “El Exilio”. Al doblar la esquina comprueba que nadie le sigue, solo entonces reposa el ritmo y tras hurgarse los bolsillos celebra no haber pagado las múltiples consumiciones: dos pintas de cerveza tostada, unos mejillones bien gordos, una botella de vino del bueno, un chuletón vuelta y vuelta y no sé cuántos chupitos de un licor muy fino cuyo nombre nunca puede recordar.

Le viene a la quijotera preguntarse por el menú de La Última Cena. Así es este hombre. Incluso aventura algunas hipótesis a bocajarro. En todas descarta el pescado y en ninguna falta el tintorro. Lechazo, seguro. Hilario suele ocupar sus pensamientos con delicadezas intelectuales de naturaleza similar. Lástima que por lo general sus intuiciones vivan un esplendor tan efímero como el de las pompas de jabón. Todo por las tripas que, con su verdad apremiante, enseguida le bajan los pies a la tierra.

– …

– ¿Qué mira usted, señor? ¿Tengo monos en la cara?

Hemorragia. Se ha cortado la mano en el espejo del baño. Dicen que el alcohol limpia las heridas pero nunca termina de cerrarlas. Un reguero de sangre le persigue desde los bajos de la estación central. Hilario había llegado a la ciudad este verano buscando una segunda vida. Los callejones del barrio le habían acogido sin rechistar.

– …

Un abrigo así le vendría bien ahora mismito. Nunca antes se había parado en esta tienda de ropa de niños pera. Dio un paso atrás y vio que su estampa se reflejaba de cuerpo entero en la luna del escaparate. Se resistía, no lograba reconocerse. No quería. Se esforzaba. En el centro de una composición de garbosos maniquíes ataviados con diseños glamurosos se vio a sí mismo posando desgreñado, doliente y atónito. Era el holograma de un vagabundo. Desastrado, raído. El estirado dependiente de la tienda salió enseguida para evitar que le espantara a la clientela.

– ¿Cómo me ve usted? Dígame la verdad, haga el favor.

– …

Lo que Hilario había visto era más nada que algo. Un calambre desganado le recorría el espinazo. No le quedaba otra: hacer de tripas corazón. Ahora mismo lo mejor iba a ser dar un palo, dejarse pillar por la bofia y acabar cuanto antes en el talego. Allí sabrían cuidarle como él se merecía. Libertad, libertad… ¿Para qué sirve la libertad? ¿Para qué sirve la libertad cuando estás en el dique seco?

– …

Se llevará por delante al primero que se le cruce. Un querubín de melenas doradas trota en el semáforo. Escucha en los auriculares Two Minutes To Midnight de Iron Maiden.

Son todos unos bárbaros, uno les habla en cristiano y nadie entiende nada. Les importa todo un carajo.

Ámbar intermitente. El semáforo cambia a verde pero las zapatillas de correr del mozo siguen relumbrando en rojo, un rojo chillón, fosforito, para siempre.

– ….

Hilario echa un ojo a su mano, un plano detalle al estilo del cine gore. La herida palpita y encarna feroz el rastro de sangre que se alarga a su espalda hasta el final de la noche.

Un señor mayor insomne con sombrero y gabardina ha sacado a pasear al perro. El semáforo se pone en rojo. La curiosidad le puede y se pone los cascos mientras espera a la autoridad competente. Sigue sonando Two Minutes To Midnight una y otra vez pero la madrugada clarea ya el bulevar de manera irreversible.

Hilario no tiene fuelle. Siente en la sién el engranaje febril de las manecillas del reloj de la estación. Todo en esta vida es analógico. Eso que nadie se lo discuta.

De haberlo sabido, hubiera pedido un bocata de jamón. Aunque en el extranjero, ya se sabe.

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