El paisaje que le devolvía la ventanilla la subyugó. Montañas y caminos acaracolados se sucedían interminables.

Trató de acomodarse en la butaca semi-cama y cerró los ojos deleitándose con este nuevo desafío que se proponía: Argentina le daba la bienvenida a través del Cruce Libertadores, nexo de Chile con Mendoza. Y luego, Buenos Aires. Y de allí, el retorno a España.

Un giro cerrado del transporte la zamarreó de su somnolencia y de repente un objeto contundente impactó de lleno en su frente, sorprendiéndola.

Sobrepuesta a la confusión y al dolor, una joven con una sonrisa luminosa enmarcada en profundos hoyuelos tomó el objeto y le habló atropellando las palabras.

-Disculpá… fue mi saxo. Evidentemente no lo aseguré bien en el guarda-equipaje. ¡Qué vergüenza! Decime por favor que estás bien… ¿Necesitás mi ayuda?

Josefina, aún turbada, no deducía cómo reaccionar. El golpe fue violento y un chichón ya amenazaba con demostrarlo, pero las excusas de esa interlocutora, simpática y locuaz, aliviaban toda afección.

-¿Todo bien?- Continuó.

-Sí… me partió la cabeza, pero todo bien. ¡Quédate tranquila!!!- Le respondió.

-Ajá… veo por tu acento que no sos de acá. Ni de allá… digo, por Chile…-

-No, soy española. De las Islas Canarias más precisamente-

-Repetime el precisamente. Tu “c” suena bonita… –

-Pre-ci-samente…- Continuó Josefina completamente interesada.

-Carla, ¿Todo bien?- Preguntó un joven asomándose desde el asiento de atrás.

-Sí. Ahí voy. –Le respondió. Y mirando a Josefina susurró. -Disculpame- Y agregó de improviso, como excusándose –Es mi hermano…-

A partir de allí el viaje resultó diferente. Esa joven le había provocado sensaciones que había advertido antes pero que no se atrevía a exteriorizar. Ni a aceptar.

Desde aquella vez que Conce, su madre, enfermó, la vida de Josefina en plena adolescencia, se transformó. De la espontaneidad pasó a la rutina. De la improvisación a la organización. De la alegría absurda a la severidad. De la falta de fe a la credulidad. Estudiaba y en lugar de disfrutar socialmente, regresaba apresurada a su hogar a responsabilizarse por Conce. Sólo se permitía distraerse con las melodías de Los Beatles, el grupo musical predilecto de ambas.

Transcurrieron así dieciséis años saturados de lágrimas, negación, rebeldía, dolor hasta que finalmente llegó la aceptación. Y con esta etapa, la partida de Conce derrotada por la metástasis. Y luego, el vacío más profundo.

De un día para otro Josefina se encontró con sus manos llenas de incógnitas y su corazón saturado de emociones encontradas.

Ahora tenía el tiempo.

Pero no la esperanza.

Contaba con las posibilidades, pero la inquietud la apesadumbraba. Se encontró efectivamente sola, asfixiada por una soledad absoluta. Las necesidades de su madre habían absorbido sus sueños y sus expectativas juveniles. Y ella se había entregado con sumisa plenitud. Tanto había resignado que ya nada ostentaba. Como nada tenía para ofrecer ni ofrecerse.

Y fue allí que lo decidió.

Cumpliría ese proyecto de Conce de retornar a Buenos Aires, el lugar en donde ella había nacido y crecido feliz. Hasta que sus abuelos emigraron.

Comenzó entonces su aventura por Alaska. Y desde allí descendió palpitando todos y cada uno de los países de América.

Partió con los bolsillos desprovistos, contando tan sólo con su voluntad para ofrecer. Y se enriqueció con experiencias irrepetibles y relaciones variadas y únicas, es decir, con todo aquello de lo que había carecido. Y que ignoraba.

En cada sitio que se alojó, trabajó de acuerdo a la necesidad que pudiese satisfacer. Y con ello se autosustentó hasta que un nuevo desafío la reclamó.

Y Buenos Aires representaba un destino (a descubrir). Pero no un final (para permanecer). De allí retornaría a las Islas Canarias a concluir algunos trámites y retomaría su vuelo con esas alas redescubiertas… aunque aún no decidía por cuál horizonte ignoto de los que la pretendían, optaría.

Y en esa ansiedad, algunas dudas le cosquilleaban en la piel.

Una vez que descendió del ómnibus, dispuso de un par de días para interpretar a la ciudad anfitriona y desde allí partió hacia la terminal de Retiro.

Buenos Aires la recibió con una brisa cálida y un sol a medias pugnando por prevalecer. Impregnada de ese aire distintivo se instaló en una residencia para turistas ubicada en Palermo.

Los sonidos, los pasos apurados, las construcciones variopintas en las que edificios modernísimos compiten con palacetes extemporáneos, las conversaciones diferenciadas, la explicación cosmopolita a las mismas, la humedad tolerable, todo confluía en sensaciones que le mordisqueaban la barriga.

-¡Así que aquí pertenecías Conce!- Murmuró expandiendo los brazos.

Y se dirigió al subte.

-Debe llegar a Plaza Italia y allí adquirir una tarjeta “Sube” y consúltele al vendedor sobre qué línea tomar- Le contestó con la misma amabilidad que prisa un transeúnte ante su consulta.

Y acató las indicaciones con precisión.

– Una vez superado el molinete, abordó convencida al tren subterráneo. Debía acceder a las calles Presidente Perón y 9 de Julio, en las proximidades del bar que le habían recomendado y en donde quizás podría ofrecer sus servicios de mesera.

-¿Disculpe… este es el que va a “Catedral” no?- Consultó dudosa a un pasajero.

-No… este va a Congreso de Tucumán… Usted abordó el equivocado, pues va en el sentido contrario lamentablemente- Le respondió.

Y cuando ofuscada se disponía a descender, la melodía de “Let it be” entonada a pocos metros desde un saxofón la alarmó.

Giró su cabeza con lentitud. Todos sus instintos la acuciaron confirmándole lo que ya suponía.

Y sus instintos nunca la traicionaban.

Carla.

La de los hoyuelos. La que le empinó la piel.

La contempló casi con devoción.

El instante estaba plagado de magia. La magia del encuentro. Quizás del reencuentro.

Carla levantó su mirada, como respondiendo a las sensaciones de Josefina y se detuvo a propósito en sus ojos grises.

Y se disfrutaron por instantes sin límites.

No era el subte equivocado.

Y allí Josefina concedió que quizás Buenos Aires era un destino a descubrir y un final para permanecer. Al menos por ahora sus alas suspenderían el vuelo.

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