Anselmo tenía diez años cuando su padre cayó preso, había asesinado a un personal de seguridad que lo sorprendió robando en una fábrica de alimentos. Eran nueve hermanos y las changas de su padre y la venta de pan casero de su madre no alcanzaban para saciar el hambre de todos. Vivían en las afueras de la ciudad, cerca de una colonia aborigen, lugar al que tuvieron que ir después que su padre quedó sin trabajo. Lo despidieron porque las borracheras que se pescaba eran cada vez más frecuentes, se había puesto haragán, y la familia era cada vez más grande.
Margarita, la madre, se puso firme y ordenó a sus tres hijos mayores que se las rebusquen para ir a Buenos Aires a buscar trabajo, porque la policía y todos los vecinos estaban con los ojos puestos en ellos. Y así fue como Ramón, el de dieciocho, acarreó con dos de sus hermanos y lograron llegar a la gran capital.
Margarita y el resto de la familia se mudaron a otra ciudad. Y así comenzaron una vida nueva, y estaban felices, las cosas empezaron a mejorar. Anselmo, que era un niño ágil y muy inquieto, aprendió con rapidez malabarismo, y pronto se instaló en la esquina de la terminal de ómnibus, justo en una avenida grande con un semáforo de tres tiempos donde recibía la paga de los automovilistas que se distraían con sus destrezas y simpatía. Una mañana, mientras se estaba acomodando en su esquina para comenzar a trabajar, vio que enfrente, en la zona del puerto, estaban armando la carpa de un circo. «¡Circo Tanzany! ¡Ni loco me lo pierdo!»
Llegó el día de la apertura del circo y Anselmo estaba tan ansioso que una hora antes se plantó en la boletería. Había podido juntar los ciento veinte pesos que costaba la entrada; y recién bañadito y con ropa limpia aguardaba que comience el show del día más importante de su vida. Con todos sus sentidos disfrutó del espectáculo y no se perdió ningún detalle. Al finalizar, corrió y se metió en un pasillo por donde entraban y
salían los artistas, y encontró al payaso que se estaba quitando el gorro, y le dijo:
–¡Señor Payaso! Yo soy Anselmo. Hace más de un año que soy el malabarista de la esquina. Yo quiero trabajar en el circo, señor Payaso, por favor, le aseguro que soy bueno, mejor que los que tiene usted.
–¿Mejor que los míos? ¡Eso no puede ser! Mañana me cruzaré a esa esquina a ver qué sabes hacer. –respondió el payaso a secas y le hizo señas con la mano para que se vaya.
Anselmo estaba tan feliz, sus ojitos brillaban de ilusión, y corrió a darle la noticia a Emilce, su hermana de catorce años, lo que le había ocurrido. Ella se puso muy contenta, y deseaba tanto que su hermano pudiese trabajar en el circo, que se ofreció para pintarlo y vestirlo como un payaso verdadero.
Y después de largas pruebas, charlas, el permiso de la madre y trámites burocráticos, el dueño del circo autorizó a Anselmo para que forme parte del grupo de artistas. El señor Julio Venegas, que le decían Julito, y era el payaso principal, sería su tutor. Y allá partió Anselmo con gran ilusión y orgullo. Su sueño se había cumplido. Formaba parte, ahora, de una gran, gran familia que lo contenían y lo cuidaban, y sacaban lo mejor de él para convertirlo en un gran artista. Atrás quedó la calle, los días de frío, calor y lluvia a la intemperie, pero también quedaron su madre y sus hermanos, y la pobreza de la villa. Siempre estarían en su corazón, y cuando gane suficiente regresaría a ayudarlos.
–Escucha Anselmo, hay malas noticias de tu ciudad, te leo:
«El pasado 29 de abril, el río Salado invadió la vida cotidiana de más de ciento veinte mil personas, que como hormigas al ver desmoronado su nido, huyeron con lo puesto, desesperados, en la búsqueda de salvar sus vidas. Un tercio de la ciudad quedó bajo agua, alcanzando en algunos barrios más de cinco metros de altura.»
–¡No! ¡No! ¡Seguro que el agua les llevó todo! ¿Estarán vivos? ¡Qué será de la vida de mi madre y mis hermanos! Julito, por favor, quiero ir a verlos. –Exclamó el niño tomándose la cara con sus dos manos.
Julito de inmediato pidió permiso al dueño del circo y acompañó a Anselmo a buscar a su familia. La villa había sido arrasada por las aguas de la creciente del río. Después de una intensa búsqueda lograron encontrar la casa de una tía de Anselmo quien los recibió con afecto.
–¡Anselmo querido! Que bien se te ve mi negrito lindo. –Y lo estrechó en un abrazo.
–Tía, ¿Dónde están los demás? ¿Mi madre y mis hermanos?
–Vea, mi corazón, aquí ocurrió algo terrible, las aguas nos asaltaron por la madrugada y arrasaron con todo, nos encontramos perdidos y devorados por el río, algunos tuvimos suerte y pudimos salvarnos, otros no pudieron. Lamentablemente tu mamá y tus tres hermanitos pequeños fallecieron. –mientras la tía relataba a Anselmo los acontecimientos, entró Emilce, la hermana mayor y sorprendida de verlo exclamó:
–¡Anselmo! ¡No puedo creer que estés aquí! –Los dos se abrazaron, se miraron a los ojos y lloraron juntos; Emilce suspiró, se secó las lágrimas y exclamó:
– ¡Gracias a que te disfracé de payaso te salvaste de la inundación!
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