He aquí un hombre barbado y despistado que parece haber olvidado algo capital para su existencia. Este peculiar individuo, que nunca fue soldado, se siente abochornado por el solo hecho de desplazarse y desenvolverse en un espacio urbano que, día tras día, se le antoja más deshabitado, a pesar de la presencia, cada vez más perturbadora, de miles y miles de sombras que, como él, tratan de abrirse paso las unas entre las otras.
A juzgar por sus andares, se podría pensar que semejante sujeto guarda en su interior un secreto inconfesable. Pero, muy al contrario de lo que cabe imaginar, este hombre no oculta nada. Ni siquiera se lo oculta a sí mismo. Al menos, no conscientemente. Eso sí, el olvido es para él un arma poderosa. Diríase que está en su contra, pero no es seguro. A primera vista, el olvido parece algo pérfido. Pero no está tan claro. Se puede uno armar de olvido y luchar así contra el caos del mundo. Puede uno olvidar para vivir con más alegría, para amar a los hombres con los que convive.
Nuestro hombre se llama Immanuel. Immanuel es un nombre hebraico asociado a la divinidad. No podía ser menos. ¡Menuda responsabilidad! Ahora resulta que, además de caminar de un lado a otro por la calle, Immanuel tiene que responder a un cargo como el que le ocupa, que consiste en nada menos que en ser su representante. Representante de Yahvé. Vaya osadía la de (presumiblemente) su madre o quien fuera que lo bautizase. En fin, ahora ya no se puede evitar y el del sagrado nombre lo hace lo mejor que puede. Paseándose con vergüenza bajo los pasillos porticados, cuidándose de no ser visto. ¡Eso es! De no ser visto. Toda una cuestión para la teología: tratar de pasar desapercibido. A Immanuel le gustaría preguntarle a Dios: ¿Qué hay de malo en ver? ¿Qué está mal con lo que ve tu ojo? ¿Por qué todos temen que los mires, o para ser más exactos, que los veas? Temen que veas en ellos el pecado, claro. Pecar o no pecar. ¿No va de eso? Cumplir o incumplir los preceptos morales. Qué hacer, cómo hacerlo, en qué circunstancias actuar así o asá. Cuestiones no poco hondas, pero igualmente, Inmanuel se cuestiona por qué la culpa recae siempre en el de abajo. Por qué el sistema de juicio viene siempre desde arriba. Directo del cielo. Por qué él debe estar atento a que el mal resida, no en el órgano ocular, sino en el organismo observado, ahí abajo, desde lo alto de la luz y del sol. Pero Inmanuel no reincide en sus preguntas, por las que también acaba sintiéndose culpable. No insiste. Al contrario, rebusca dentro de sí para observar su mal propio, escondido.
A Immanuel le da tanto miedo que los demás le juzguen que se esconde cuando camina por la calle. En su móvil, en las alcobas lejanas, en las farolas, en los soportales, en los zapatos de la gente, incluso en lo poético de la existencia, en su caminar, en los árboles zarandeados por el viento, en las hojas cayendo, en lo imperceptible de cada detalle, en lo invisible, en el devenir. Entonces, Immanuel parece dar un increíble salto desde su no querer que nadie lo vea (o mejor dicho, que Dios lo vea, pero claro, Dios se puede manifestar en cada pequeña mirada, en cada ojito que camina, en cada rostro que lo increpa) a una especie de actitud poética muy liberadora. Pero eso dura algunos segundos. Inmediatamente vuelven el miedo, la sepultura, el ojo mediador, el gran ojo ordenador del cosmos de su culpa, de su pecado, de su duda, de su meditación.
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