El abuelo y la nieta

El abuelo y la nieta

Por su arrugada cara van resbalando unas lágrimas. La fuerza gravitacional hace que sorteen sin esfuerzo las dunas del paso del tiempo, perdiéndose en la maraña de pelo de su poblada barba. La niña lo mira, seguramente preguntándose en su interior por qué llora. Pero lo deja concentrarse en sus recuerdos. Él parece no haberse dado cuenta de ese detalle. Levanta la vista y, con los ojos aún acuosos, la mira para descubrir la reacción que ha provocado su incontenible llanto. Ella le sonríe compasiva mientras él enjuga sus lágrimas con ese pañuelo sucio del que nunca se separa, sujetándolo con unos dedos mugrientos, desabrigados del resto de la mano cubierta por ese roído guante de lana. Esperará en vano la tan temida pregunta mientras observa como la noche y el frío comienzan a caer sin compasión en la calle que es su hogar.

Pero los pensamientos de la niña van por otro lado. En todo el día lo único que ha comido ha sido un mendrugo de pan del día anterior. Ayer la cosa fue mejor, pero hoy solo ha llegado a sus manos ese trozo reservado. Sin embargo, que ella sepa, su abuelo no ha comido nada. Y ahora lo ve beber de esa botella el vino que previamente ha rellenado con un tetrabrick con dificultad, porque su pulso ya no es el mismo. Sujetando la botella por el cuello bebe una y otra vez, y cuando termina se limpia la boca con el dorso de su mano, manchando el guante que la cubre. La mira y sonríe simulando que todo va bien. Ella le devuelve la sonrisa, aunque en su interior le apena que su abuelo tenga que recurrir a beber para olvidar la lamentable situación en que se encuentran. Después le tocará a ella abrigarlo, cuidar que no duerma boca arriba por si le da por vomitar… En una ocasión estuvo a punto de ahogarse y lo pasaron francamente mal. Desea que mañana la situación cambie. Sobre todo, que él pueda comer algo; está dispuesta a cederle el pan que pueda llegar a sus manos. Ni un día más sin comer debe estar el hombre que hizo posible que ella pudiera venir aquel lejano día a este mundo, aunque ahora sea un lugar sórdido, indeseable, maldito…
El abuelo cuenta, recreándose para no errar ni perder la cuenta de los escuálidos ahorros que llevan reunidos, lo recaudado en ese día. Y lo guarda en el bolsillo derecho de su pantalón. Le desea buenas noches a la nieta y la introduce en la caja de cartón que hace las veces de cama, abrigándola con dos mantas. Él se acuesta a su lado y se tapa con otra más fina, la única que le queda.

La niña duerme a intervalos, vigilando continuamente al hombre que yace a su lado, oyéndolo roncar. Mientras lo haga, ella estará tranquila y se dormirá de nuevo, hasta que el abuelo, como hace de vez en cuando, deje de respirar durante unos segundos para retomar de nuevo los consabidos ronquidos. En los momentos de vigilia también cuida de que los perros y gatos, olisqueando restos, se acerquen más de lo debido o les dé, a los primeros, irreverentes, por mearse encima de ellos. Y así pasan las largas noches hasta que amanece el nuevo día, una promesa de futuro para ambos que, a medida que avanza, se desvanece, como siempre, con la caída de la tarde. Día tras día. Semana tras semana. Mes tras mes…
Hoy es Nochebuena. El ambiente navideño se deja sentir en las calles. Un hombre se les acerca. Va vestido con un abrigo largo, una confortable bufanda y una mascota de color negro. Tiene un bigote bien cuidado, a juicio de la niña, y porta un maletín en su mano derecha. Se detiene ante ellos, pero no echa mano a monedas que pueda guardar en sus bolsillos. Simplemente se queda mirándolos, observando la improvisada cama aún sin recoger, hasta que decide hablar. Le dice al abuelo que no puede consentir que un hombre con su edad, acompañado de una niña tan pequeña, tenga que dormir a la intemperie. Le ruega, con una exquisita educación, que recojan sus pertenencias y lo acompañen. El abuelo le dice que no hay problema, que los conocen y que nadie va a usurparles nada de valor. Y ambos, abuelo y niña cogidos de la mano, se colocan junto al desconocido y le siguen.

Las tres figuras se adentran por una calle menos concurrida. Una calle con una gran escalera. Cuando llegan hasta ella, el hombre les pide que comiencen a subir, que él les seguirá. Obedecen. La escalera es muy larga y se pierde entre una niebla espesa que está bajando. La niña mira hacia atrás y ve que el hombre les está siguiendo con una sonrisa en su rostro. Se introducen en la espesa niebla y tras unos pocos escalones más la niña observa con estupor que la escalera continúa. No hay ningún edificio a su alrededor. No hay nada, y el hombre que les seguía ha desaparecido.

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